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Tiermes

La música del olmo

La música del olmo

Al olmo viejo, hendido por el rayo / y en su mitad podrido, / con las lluvias de abril y el sol de mayo, / algunas hojas verdes le han salido.

Ocupaba el centro del patio en frente de la iglesia. Un olmo recio que los abuelos recordaban allí desde el principio de los tiempos, allá cuando el patio era un campo santo. Se levantaba el árbol por encima de los muros y a la salida de misa los parroquianos se iban a su sombra para olvidar el sermón y pactar las parejas para la partida del guiñote. Poco a poco el bullicio se apagaba, alguien iba a casa en busca de la raqueta y golpeaba la pelota contra el frontón a modo de goteo sobre las últimas charlas. Al final quedaban las beatas y el señor cura, ya sin sotana, que sacaba del bolsillo la madre de todas las llaves y cerraba la iglesia hasta el domingo siguiente. El olmo volvía a quedar tranquilo mientras los parroquianos se iban al salón a hacer el aperitivo.

Al patio de la iglesia lo precede un atrio al que llamábamos portalejillo. Era, y es todavía, muy espacioso, con dos ventanas en arco en cuyo dintel se pueden sentar hasta tres personas, y una puerta por donde entran y salen los santos cuando llegan las fiestas. Dentro hay unas escaleras que suben hasta la misma puerta de la iglesia. El portalejillo ha sido testigo de las intimidades de todo un pueblo, y sobre sus escalones se han dicho y cometido más pecados que los que adentro se han confesado. Tal vez por ser lugar donde habitan las ánimas, elegíamos las escaleras del atrio para hacer espiritismo. Las preguntas que lanzábamos al anillo eran de serie rosa. ¿De quién está enamorada Isa?, ¿a quién sacará a bailar Paco el día de la fiesta? El anillo vibraba sobre la tabla que hacía de ouija y parecía sufrir convulsiones entre los dedos que lo empujaban. Las chicas se confabulaban para señalar las letras de aquel de quien querían reírse toda la noche y nosotros, visto que no había manera de asustarlas con historias de aparecidos, aguardábamos a que en un despiste alguna abriera demasiado las piernas y quedara al descubierto el color de lo que se escondía debajo de sus falda: ¡Verde! Soltaba uno de los chicos señalando las braguitas que habían quedado a la vista, y la cogida in fraganti cerraba las piernas como una tenaza y nos miraba malhumorada.

Pese a sabernos profanadores de la paz de una necrópolis, invocando a los espíritus, y habitando un espacio por donde los murciélagos revoloteaban buscando insectos con los que alimentar su sed de sangre, no había sitio para el miedo en nuestro portalejillo. Por entre los ventanales de piedra se asomaban las ramas del olmo recortadas contra la noche negra, pero más que miedo nos recordaba que estaba ahí para ser trepado por nuestras rodillas despellejadas y nuestros cuerpos enclenques. Más tarde, en ese mismo marco aprendimos a tragarnos el humo de los primeros cigarrillos y los besos de nuestros primeros amores. El olmo volvía a ser nuestro cómplice. Para declarar nuestro amor no hacía falta trepar a lo más alto del árbol, bastaba grabarlo a la altura de los ojos para que lo vieran todos, como un tatuaje sobre la piel de un elefante que en lugar de trompa tiene ramas.

Después siempre existe un período en que nosotros no estamos. Desaparecemos perdidos en nuestros cambios hormonales y descubrimos que se puede ir de vacaciones a más sitios que a Soria. Tardamos en volver y cuando lo hacemos han empedrado el atrio; hay teléfono en todas las casas -no como cuando Carlos, el del bar, te venía a buscar a casa en su bicicleta para decirte que te habían llamado de Barcelona, y dejabas lo que estuvieras haciendo para esperar la nueva llamada-; dejamos de estirarnos, pese a que nuestras tías insisten en que estamos más altos cada vez que nos ven -tal vez porque ellas se han encogido y se vean más cerca de la tierra- y alguien te dice que el olmo está enfermo. Cómo puede estar enfermo un árbol, me pregunto. Pero así es.

Grafiosis, o tristeza del olmo, la llaman, que un escarabajo le inyecta por la yugular de sus venas incubándole un hongo, el Ceratocystis ulmi, capaz de obstruirle la circulación de savia y envenenar sus hojas hasta matarlo. La plaga se extendió en los 80 por toda Europa acabando con las olmedas de la península hasta el punto de que actualmente sólo quedan individuos aislados y una única olmeda en el municipio de Rivas Vaciamadrid, cuya conservación es uno de los objetivos del Proyecto Europeo para combatir la grafiosis. Lamentablemente entre los supervivientes no se encontraban ni el olmo de Montejo ni el de la dehesa de Soria. Hubo allí un olmo majestuoso, el árbol de la música, lo llamaban, porque habían construido a su alrededor una estructura metálica en forma de quiosco que albergaba a la banda municipal para que hiciera sus conciertos en las tardes de domingo. Hicieron todas las pruebas posibles, le aplicaron todas las vacunas, pero el hongo de la grafiosis le secó las venas y ya no hubo música que le hiciera sonreír.

Más amables eran nuestros grafitos de amor que sólo arañaban la piel ruda de nuestro olmo, incapaces de imaginar que aquel monolito plagado de arrugas tuviera debilidades capaces de hacerle marchitar hasta extenuarle.

El poema de Machado acaba esperanzado en un nuevo milagro de la primavera. Arrancaron el cadáver de nuestro árbol atajando la poca fe que nos quedara, es cierto, pero en la base del atrio, al otro lado del muro, han asomado unos tallos de olmo que han debido de nacer de su misma simiente, raíces que quedaron hundidas en la tierra del antiguo cementerio.
Ahora entiendo que aquel lugar nunca nos pareciera siniestro.

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