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Tiermes

Mandala

Mandala

Fue en el ger de Jargal donde comimos unas pastas con el inevitable sabor a manteca, pero con la novedad de un gusto que recordaba al limón. Entramos a preguntar por la ruta porque Puyek andaba perdido en una región que desconocía pese a intentar hacernos creer que lo tenía todo bajo control. Después del ritual del té, de ofrecernos manteca y queso, de que le preguntáramos por su familia, su ganado y el estado de los pastos, nos ofreció este bocado que por lo rutinaria de nuestra dieta nos pareció delicioso. Un par de días más tarde, en la aridez de la estepa camino hacia el Gobi, encontramos unas hierbas que por el olor recordaban a la melisa y quisimos creer que era con ellas con las que aromatizaban sus pasteles. A partir de aquel momento prestamos mayor atención a las flores, aunque sin pretenderlo habría sido difícil no fijarse. Poblaban todo el territorio variando de forma y de color según la zona en la que estuviéramos, poco importaba la sequedad del terreno o la latitud en la que nos encontráramos. Una semana más tarde, cuando dejamos las dunas y encaminamos nuestros pasos hacia el norte llegamos por fin a una región elevada y arbórea. Apenas habíamos encontrado arbustos desde que dejamos Ullan Bator, así que fueron bienvenidos a nuestros ojos. Tserselerg está a 1600 metros de altitud, y nuestro destino estaba más al norte, en una zona de volcanes extinguidos con picos de más de 3000 metros. El termómetro descendió hasta los 5º y la lluvia se precipitó varias noches sobre nuestra tienda. En una ocasión encontramos unas piscinas naturales de aguas termales, y mientras nuestros cuerpos estaban sumergidos en el agua caliente, nuestras cabezas eran golpeadas por gotas de la lluvia. El verde adquirió un tono vivo salpicado de flores. Desde la ventanilla de la furgoneta parecía que avanzáramos a través de un mandala gigante de fondo verde bajo el cielo azul, en medio, mil estrellas de pétalos lilas, rosas, amarillos, rojos y blancos. Los olores no se quedaban cortos, y a cada nueva especie que encontrábamos agachábamos la cabeza para respirar su fragancia. Un manojo de la melisa mongola nos servía para distraer el olfato cuando íbamos a los pozos a coger agua entre las cabras y los camellos (¿habéis olido alguna vez sus pedos? ¡Son pestilentes!).
Pero el día más memorable fue cuando bajamos del valle donde habíamos dado con las piscinas termales. El rocío brillaba entre la hierba y el camino embarrado dificultaba la marcha. Puyek acostumbraba a tirar campo a través cuando el camino estaba peor que el terreno adyacente, pero el bosque de abetos era tan espeso que no podía internarse entre los árboles. Después de un buen rato de baches y derrapadas llegamos a un prado donde nos detuvimos para estirar las piernas. Alguien me había dicho que en Mongolia era fácil encontrar edelweiss, y Xavi me había traído una de cuando fue al Himalaya, pero no podía creer que todas aquellas flores blancas que me rodeaban fueran la mítica flor de la nieve. En el Pirineo y en los Alpes es difícil encontrarlas, hemos acabado con ellas, me había dicho Xavi, y allá crecían como margaritas de deseos inagotables.

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