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Tiermes

Seiscientos

Seiscientos

Cada verano tenía su canción y a cada una iba asociado un sentimiento, un baile, un recuerdo: El negro no puede, Mi agüita amarilla o Aquí no hay playa eran hits festivos. Los adormilados volvían a la pista, las parejas dejaban los besos a medias y los padres sabían que ya no habría más pasodobles para ellos. Después llegaba el Cadillac solitario o las Cien gaviotas. Los pocos padres que aguantaban huían por no ver a sus hijas bailar apretadas contra el melenudo del pueblo de al lado. También había clásicos que no envejecían como Paquito el chocolatero o aquella versión tan sutil de una canción popular: quisiera ser tan alto como la luna, para ponerle los cuernos a Cataluña… A mí se me iban las ganas de bailar, qué quieren que les diga, y me preocupaba por el contagio, porque la estupidez, de tan extendida, parecía una epidemia sin vacuna.
La única motivación que encontraba para ser más alto era la de superar la raya que mi tío Arsenio dibujaba en la pared del bar. Llegaba a finales de julio y aparcaba su seiscientos junto a la atalaya. “En Madrid no se puede vivir” decía, y salía del coche con una mancha de sudor desde el pecho hasta su redonda barriga. “En cambio aquí… esto sí que es vida.” Mi tío Arsenio era soltero, un dandi de traje beige, tirantes estilo Fraga y lámparas en la camisa. Lo imaginaba por los madriles paseando por la castellana, jugando al mus y chupando de un puro que no se quitaba jamás de la boca, ni siquiera cuando llamaba a la puerta, siempre abierta, siempre a la hora de comer, y voceaba: “¡Aaaah del castillo!” Un día en nuestra casa, otra en la de los vecinos, comía de balde y en compañía, que en el fondo era lo que contaba, pues pagar pagaba con su humor, sus gracias y sus bromas. “A ver, oscarillo, ¿cuánto has crecido este año? Tenemos que ir al bar para ver si has superado la raya del año pasado.” Después del café y la copa, el puro y la partida, venía la siesta. Cuando se despertaba yo ya andaba con la bicicleta de cuatro ruedas persiguiendo lagartijas, pero el pueblo es chico y nos acabábamos encontrando. “Ven acá, mochuelo, que te vamos a medir” y me acercaba a la pared donde Carmen apilaba las sillas de la terraza. La señal era insignificante, solo la conocíamos mi tío y yo. No respires, me apremiaba, y yo contenía la respiración, escondía la barriga y me obligaba a no levantar los talones por no hacer trampas. “¡Has crecido dos dedos, chaval! Estate quieto que haremos la marca para el verano que viene.” y de verano en verano, y tiro porque me toca, esperaba que llegara el seiscientos.

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