Chivos expiatorios
Subir la montaña es el precio por no pagarle el parquímetro al ayuntamiento. Es un tostón, pero tiene sus recompensas. A medida que subes la vegetación recupera su espacio: las raíces revientan las aceras y los jardines paren plantas que no se dejan domar. La carretera es empinada y en seguida se llega a un mirador cuyas vistas tienen la propiedad de reconciliarte con la ciudad. La otra mañana, sin embargo, no tuve que subir hasta arriba para sentirme en paz con la urbe. A la izquierda del camino, entre los matorrales abandonados, se abría paso una mujer cubierta con un sari rosado. Andaba a pasos lentos recogiendo hierbas que iba guardando en bolsas de plástico. En la exposición describían a la mayoría de víctimas de la caza de brujas como mujeres pobres, marginadas e ignorantes, al ser posible forasteras (hablamos de comunidades locales, pero en el norte de Cataluña se pirraban por las viejas venidas de Francia, las gabachas) y con una marca diferenciadora: la señal del diablo. Aquella mujer india tenía todos los números para ser un nuevo chivo expiatorio. Sus acusadores la seguían de cerca: una autóctona paseando a su perro. Me detuve curioso ante la escena y esperé a ver qué pasaba. Desconfiado me preparé para presenciar un conflicto, pero pronto me pude quedar tranquilo. La indígena sentía tanta curiosidad como yo, sólo que tenía más tiempo para saciarla, así que se acercó a la recolectora y se pusieron a charlar de recetas, pócimas o series de la tele, vaya usted a saber, yo me tuve que ir al tajo, ellas quedaron con dios, o con el diablo.
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