Un lavabo de madera (I)
Hasta el año 1973 no canalizaron el agua del manadero de Pedro, y por consiguiente, hasta entonces el agua estaba en la fuente, sin más cañerías que botijos, cubos y cualquier otro recipiente que se pudiera cargar hasta casa. Los orinales no eran piezas más o menos grotescas de un museo etnológico, eran el excusado portátil donde los vecinos evacuaban. Antes de que yo naciera mi hermano ya había aprendido a sentarse en el lavabo de casa, allá en Barcelona, por lo que los modos del pueblo le contrariaban. Por suerte, mi abuelo Higinio, el abuelo materno, era un manitas con la madera. No tenía oficio de carpintero, sino de labrador, y no tenía buenas herramientas, pero igual que labraba la tierra, labraba la madera. A la que encontraba un rato libre y un tarugo de encina que le inspirase, lo salvaba de la hoguera como quien indulta a un reo a un paso del cadalso. Un rodillo para amasar el pan, una mesa pequeña para jugar a las cartas, un caballo de palo, cualquier cosa salía de su navaja. Cuando vio al nieto en tales tesituras se puso manos a la obra. Había visto los lavabos modernos en las casas de sus hijas, unas en Madrid, la otra en Barcelona, y sabía lo que eran: sillas con un agujero. Así que cortó unos troncos, los unió con travesaños y les plantó encima una madera a la que previamente había practicado un agujero. Juan Carlos, mi hermano, podía ir al baño sin desaprender lo que había aprendido en Barcelona, sólo tenía que bajar a la cuadra y sentarse en la sillita que le había hecho el abuelo. Pero hay detalles que no escapan a la perspicacia de un niño, y después de hacer uso del trono, buscaba la cadena, y claro, no la encontraba.
3 comentarios
oscar -
un abrazo!
Joanna -
Es algo que siempre me llamó la atención hace dos mil años los romanos tenían cañerías y letrinas y mis abuelos como los tuyos tenían un corral...
juancar347 -