La tierra del cielo azul
Parece que a las nubes les cueste adentrarse desde tan lejos, allá donde las olas del mar las paren.
En común tienen un horizonte que se repite hasta el infinito, espejismo del mar que nunca llega. También les une un pasado épico y conquistador, y un presente batido por el viento.
Por el contrario, lejos del sedentarismo castellano, los mongoles se han mantenido nómadas, como si la tierra fuera en verdad tan sagrada que no escarbaran en ella ni para cultivar, ni para enterrar a sus muertos, a quienes prefieren exponer a la intemperie para que las aves carroñeras eleven sus almas hasta el cielo.
Les rige sólo el movimiento, como el de los molinillos que vierten sus oraciones al aire, o el de los ovoos chamánicos que rodean en contra de las manecillas del tiempo, o desplazándose ellos mismos bajo el signo de las estaciones.
En consecuencia, un paisaje antiguo que se mantiene virgen. Así mi diario al cruzar la frontera, así le pido a mis ojos, que se queden en blanco y absorban, más que observar, y me empapen por dentro.
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