Las dunas que cantan
El desierto te viene a buscar mucho antes de que llegues a él. En UB el viento parecía empeñado en acabar de derrumbar la ciudad. Sus ráfagas querían hacer volar las antenas parabólicas como cometas, y sus perdigonazos eran solo un preludio de la arena del Gobi que encendía nuestros ojos. Al poco de salir de UB la carretera se vuelve sendero y las cunetas de barro se cubren de hierba. Mil kilómetros de hierba a cada lado de la furgoneta. El paisaje es la imagen viva del escritorio de Windows: esa colina verde, ese cielo azul, esa nube blanca; pero sin el marco de la pantalla, sin la rutina acechando en cada legaña.
Pasaron tres días y tres noches hasta que avistamos las primeras dunas. El paisaje había ido cambiando sutilmente. Cada vez la vegetación más baja, el verde más áspero y el relieve más plano. En lugar de yaks, caballos y vacas, encontrábamos rebaños de ovejas, cabras y por fin, camellos. El agua de los pozos era cada vez más turbia, y la hierba raleaba en un suelo que se hacía terroso.
Por fin avistamos una raya blanca en el horizonte. Una línea que emergía del verde como una serpiente albina. Una cordillera de arena que iba ganando altura a cada joroba.
Cuando al día siguiente llegamos hasta sus barbas, allá donde la arena empieza a crecer, no dábamos crédito a lo que veían nuestros ojos. Un río dibujando meandros a los pies de las dunas. Una pradera preludiando el desierto. Flores naciendo en las laderas de las dunas y caballos pastando a su abrigo. Dunas que cantan.
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