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La calva

La calva

Aunque las expresiones de triunfo o enojo más elocuentes las tengo directamente relacionadas con el otro juego, el de la calva. Ese año los juegos se organizaron en las eras. Había carrera de sacos y piñata para los niños, bolos para las mujeres y la calva como plato fuerte para los hombres. Debía de ser el día de la fiesta grande, porque el cura merodeaba después de misa esperando el convite en casa del alcalde. La calva es un codo de madera que ha de ser derribado por las mojonas, unos cilindros de madera o metal que se lanzan desde la distancia. Lo practicaban los pastores en los calveros, terruños desprovistos de vegetación ni relieve que entorpeciera un buen tiro, y la calva no era otra cosa que la cornamenta de una res muerta. Ahí andaban los paisanos lanzando uno tras otro hasta que le llegó el turno al tío Silverio, boina calada y caliqueño en los labios. La tensión de las películas americanas cuando el bateador de béisbol necesita una carrera para dar la vuelta al marcador, era poca en comparación con la vivida en los segundos en que Silverio desató el brazo para lanzar la mojona. En seguida vimos todos, y él el primero, que su tiro iba desviado, así que antes de que llegara a destino ya se le había caído el pitillo de la boca y le salía una de sus porfiadas blasfemias: “¡ME CAGO EN…” Fue tan largo aquel instante que todos pudimos ver al señor cura, las manos cogidas a la espalda, su mirada rancia tras las gafas llevando las pupilas hacia otro lado, como si así no fuera a oír lo que venía después: “… LA MAR SALADA!” Hubo un suspiro generalizado y unas risas por lo bajo. El cura, hombre de poca fe, ya se andaba santiguando.

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