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Tiermes

Semana Santa I

Semana Santa I

Semana Santa es uno de esos bucles en el que parece instalada la historia. La del universo, o al menos la nuestra propia que somos el centro de él hasta el buen día en el que nos caemos de la cuna y nos empiezan a salir los chichones. Los que más duelen son los que salen hacia dentro, como cráteres en nuestra conciencia. Mi conciencia de Semana Santa se remonta al Domingo de Ramos en el que, por decreto de calendario, hiciera el frío que hiciera, mi madre nos arreglaba para salir a la calle con pantalones cortos, calcetines largos y zapatos incómodos. El complemento fundamental era la palma. ¡Y ala! A pasear.
Solíamos ir a la Barceloneta porque teníamos familia y era el barrio en el que mi padre recaló cuando llegó de Soria. Recuerdo el olor que hacía el interior del coche, un 850 verde (como el 600 pero con maletero sobresaliendo del culo), un olor a moqueta-absorbe polvo que a mí me mareaba, y el humo de los Rex que fumaba mi padre. La imagen de mi hermano, mis primos, mi madre (con peluca) y mis tíos, se retiene en mis pupilas en blanco en negro. Las fotos que invariablemente hacía mi padre (por eso apenas sale en ellas) han fosilizado mi memoria en aquellos colores. Sin embargo, la imagen de la Semana Santa en Montejo de Tiermes está inundada de Technicolor y Cinemascope. Cuando llegábamos al pueblo la parrilla televisiva ya se había visto inundada por el Mar Rojo de La Biblia, las cuádrigas de Ben-Hur y todos los cinemascopes de Charlton Heston que uno se pueda imaginar. Los pantalones cortos, en Soria, eran ciencia ficción, así que podíamos arrastrarnos con nuestros viejos pantalones de pana y las zapatillas de deporte para saltar por las peñas. Aunque eso sí, en la liturgia había que ponerse guapo. Mi madre luchaba contra mis remolinos a base de hacerme ver las estrellas con el peine y empaparme en Nenuco. Después del sufrimiento todo eran prisas porque el cura había tocado ya el tercer aviso. Las mujeres a la derecha, los niños a la izquierda y los hombres al fondo. Siempre había quien se dormía, y después estaban los rumores de que si menganito olía a estiércol de oveja, o que si fulanita había repetido el vestido del año anterior. Después se oficiaba la ceremonia en la que el retablo barroco del fondo se fundía con la calva del cura. El mono-tono del discurso del cura amplificado por el micrófono y el eco del recinto, nos elevaba a todos a un estado hipnótico que nada tenía que ver con el misticismo. Los hombres -que acudían por costumbre, por el aperitivo post-misa, y por la presión de sus mujeres- tenían en las celebraciones un papel activo que desempeñar. Los pendones, las cruces y los pasos no caminan solos, y pesan lo suyo, así que en los bancos del fondo, cuando el cura hacía los últimos pases de manos y abracadabras consiguientes, los hombres se ponían de acuerdo en los turnos. El Viernes Santo, con motivo de duelo, se sacaban los blasones y una imagen de Cristo en su ataúd. El otro paso era el de la Virgen Dolorosa que iba cubierta con un manto negro de luto. Salíamos todos de la iglesia, recorríamos el pueblo entero y volvíamos a entrar en el recinto desde el otro lado. Lo que me parecía más difícil de toda la operación (y más tarde pude comprobar por mí mismo) era pasar los pendones, altos como el cielo, por debajo de los cables de luz y teléfono que se extendían por las calles de tejado a tejado. El portador debía girar el mástil, recoger la bandera e inclinar la verga por debajo para volver a desplegarla y alzarla de nuevo hasta el siguiente nudo gordiano de cables negros. El más pesado de llevar, sin embargo, era el ataúd con el Cristo, pues como bien decían los hombres “pesa como un muerto”, irreverencia que a mí me horrorizaba, ya que aún tenía reciente la comunión y participaba en la misa ayudando como monaguillo metido en mi traje rojo mientras agitaba el incensario.

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