Cartuchos
Mi tío Santiago era herrero, como su padre, pero yo no lo conocí en la fragua. Cuando yo nací la fragua ya era un negocio desahuciado, los dos únicos mulos del pueblo, el del Román y el del Leandro, cargaban sin herrajes, y sin herrajes soportaban nuestras diabluras. Pese a que la fragua servía de peña en las fiestas, o de almacén para el ayuntamiento, Santiago seguía siendo el Herrero, un mote no se deshace así como así, y menos si se ha forjado al fuego. Aunque también podrían haberle llamado el Cazador. La primera imagen que de él tengo es con la escopeta al hombro, un cinturón del que cuelgan docenas de codornices, y una jauría de chuchos saltando en derredor suyo.
Le gustaba madrugar, cosa que yo no entendía porque los animales, a mi entender, no tenían que ir a misa, por lo que estarían todo el día alborotando por el campo. Pero parecía que no. Solía montar las batidas con su hermano Alfredo. Los perros, que olían la salida de lejos, como olfateando la presa, se ponían nerviosos la noche antes y se les oía ladrar agitados en la parte de atrás de la casa, donde antes se guardaba el ganado. Por la noche Victorina preparaba las fiambreras y Santiago limpiaba la escopeta. A mí me encantaba espiarle mientras rellenaba los huecos de su cinturón con cartuchos de colores. No me atrevía a pedírselos, pero él sabía que se me encendían los ojos con aquellos juguetes prohibidos, y de vuelta siempre me traía un puñado que estaban vacíos. No era lo mismo, pero bien estaba.
1 comentario
Joanna -