Una piedra en el camino
Sin conocer todavía la historia de los moais, cada vez que llegaba al pueblo buscaba tras la curva exacta una roca que tenía personalidad propia. Se hallaba entre Morcuera y Montejo, poco después de dejar atrás el desvío de Liceras. Era una roca enorme que se sostenía en un equilibrio imposible y amenazaba con desplomarse sobre el coche en el mismo momento en que pasáramos debajo de ella. A mí me traía a la memoria la presentación de un programa de televisión de finales de los 70,"La segunda oportunidad" e llamaba, donde un coche se estrellaba violentamente contra una roca que se hallaba en medio de la carretera.
Perdido aquel miedo infantil, la roca seguía constituyendo un mojón fundamental en el viaje al pueblo. Tras el ritual del maletero, de la carretera oscura y fría, del avistamiento del Moncayo y del puente sobre el río Duero, el último tramo lo constituía la salida de San Esteban. Después se iniciaba un periplo de 28 kilómetros de curvas dignas de rally por entre las encinas del monte. Al pasar el último desvío ya nada se interponía entre nosotros y las vacaciones. La piedra, más que amenaza, era una puerta abierta en señal de bienvenida.
Años más tarde, cuando visité Montserrat más allá del monasterio, me asombró el bullicio que los fieles a la tienda de souvenir eran capaces de provocar. Aunque mayor fue la sorpresa cuando ya resignados a la imposibilidad de zafarse del ruido, llegamos a un paso entre las rocas detrás del cual el sonido se disolvió como azúcar en el café.
La frontera invisible que mantiene la comarca de Tiermes inmune al ruido, se sitúa en alguna de esas curvas insalvables, tal vez en el vértice exacto donde la roca esgrime sus habilidades como equilibrista. No en vano es frecuente encontrarse con alguna pareja de corzos merodeando tranquilamente al límite de la arboleda, ajenos a un trasiego desconocido por aquellas latitudes.
Pero todo llega, incluso el ruido. Desde años que se conocía un proyecto subvencionado por la UE para mejorar el trazado de la carretera. Habían empezado por el yacimiento arqueológico dejando patente que lo que importaba comunicar eran las piedras, y no los pueblos. Uno recorría sus 28 kilómetros de curvas hasta Montejo, más otros siete de llano mal asfaltado, y al llegar al cruce de Carrascosa aparecía un tramo de autopista que llevaba a las ruinas. Este año, por fin, las excavadoras ya habían echado mano del recorrido completo. Las tres primeras curvas del monte habían desaparecido, pero el resto seguían ahí, como el dinosaurio de Monterroso, igual a sí mismas, tanto que había quien se jactaba de recorrerlas con los ojos cerrados de tantas veces que las había repasado volante en mano. Aunque la leyenda era otra, la que prodigaban los conductores noctámbulos mientras el tractor de turno sacaba su coche de los campos de labranza: que sí, que te digo que anoche la curva se movió de sitio.
Lo que sí movieron las excavadoras fue la roca acróbata. En el fondo yo creo que era una nube antigua que había bajado a ras de suelo una mañana de niebla y se había quedado dormida. Espantada por las excavadoras había levantado el vuelo y ahora debe de andar por ahí adquiriendo nuevas formas para que los niños sigan jugando a imaginar lo que esconde su barriga. Cualquier día vuelve transformada en moai. El que volvió nada más irse las escavadoras fue el silencio, y la familia de ciervos.
1 comentario
jgobrero -
También en Valdelapiedraseca había (sigue habiendo) una roca llamada "El Fraile" ya que desde lejos tiene ese aspecto, y lo más curioso: está al lado de un convento en ruinas. El imaginario popular ha creado todo tipo de leyendas.
Un abrazo