Marcovaldo, o las estaciones en la ciudad
Hay un relato de Italo Calvino en Marcovaldo donde el ingenuo protagonista intenta reseguir el rastro de las estaciones en su hábitat urbanita. Al llegar la primavera encuentra setas en el parterre de los árboles y las cosecha para ofrecer un banquete a la familia. Como era de esperar las setas no sólo no eran comestibles, sino que eran tóxicas. Ante semejante riesgo sólo recojo las hierbas que conozco sin asomo de dudas, y pese a la proximidad de mi casa con la montaña de Montjuïc, sólo acudo a ella para pasear o aparcar el coche. Hasta que conocí al señor Ramón.
El señor Ramón es uno de esos personajes que vale la pena conocer: tenor de ópera, escritor y sabio herboristero son algunas de sus señas. Di con él en uno de esos cursos de centro cívico que me llamó la atención entre los habituales de cata de vinos y bailes de salón: hierbas medicinales de la montaña de Montjuïc. Al tema, ya interesante de por sí, se le añadía el componente de la montaña, pues todas las hierbas de las que iban a hablarnos se encontraban en ella, sólo había que saber buscarlas, y las dos últimas sesiones iban precisamente de eso, de salir al monte.
El señor Ramón salpimentaba sus clases con anécdotas que ilustraban las cualidades de las plantas. Así me enteré de que el agua de borrajas no merece ser despreciada, pues tiene vitaminas; que las ortigas, si se tocan con cariño, sólo hacen cosquillas; o que los brotes de las zarzas aclaran la garganta, por eso los picotean los pájaros antes de entonar su canto.
La ciencia de las plantas la había aprendido de su abuela, antigua habitante de Montjuïc en los tiempos de María Castaña. Él la acompañaba en sus paseos mañaneros para recolectar las hierbas que nutrían su botica, y asistía en silencio a las entrevistas que mantenía con los vecinos que le pedían receta y consejo sobre cómo achicar los dolores que les afligían.
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