de hierbas
Con el tiempo voy descubriendo gestos y manías de mi progenitor que se repiten en mí, y creo adivinar que mi afición por las hierbas viene de ese llevarse a la boca el primer brote con el que topamos al borde del camino. También fue mi padre quien me enseñó a mascar los granos de trigo. Cercenábamos la cabeza de las espigas y desgranábamos sus semillas. Cuando reuníamos un puñado nos lo metíamos en la boca y mascábamos hasta deshacerlo en harina como si fuera chicle de pan. Más tarde conocí el espliego. Mi padre lo recogía para el coche y los armarios. En los trayectos entre Barcelona y el pueblo el 850 se convertía en un submarino de humo y la lavanda combatía (sin éxito) el olor perenne del Rex. Ya en Barcelona los ramilletes que organizaba mi madre en los cajones de la ropa servían para prolongar el recuerdo de las últimas vacaciones. Crescen, el inventor del pueblo, había conseguido extraer la esencia del espliego, y un verano nos regaló un frasco lleno. Su olor era fuerte, tremendamente fuerte. Supongo que la curiosidad de Crescen era superior a su buena maña, pero más allá del perfume, aquel frasco sintetizaba la ciencia de la alquimia, la posibilidad de trasformar el carbón en diamantes.
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Diario de un burgense -