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Tiermes

Misere mei II

Misere mei II

Mi abuela Justa padecía anosmia, es decir, no tenía olfato, ni mucho ni poco, simplemente no tenía, como los sordos no tienen oído ni los ciegos vista. Su nariz funcionaba perfectamente para respirar, pero su sensibilidad olfativa era nula. En cambio, su hijo Antonino, es decir, mi padre, no había heredado su carencia, sino todo lo contrario: había desarrollado un magnífico olfato que le proporcionaba más de un beneficio. Montejo no es tierra fértil. Su río, ahora seco, se encuentra lejos, de eso dan fe las mujeres que bajaban por las peñas para lavar la ropa en el río una vez que el lavadero se hundió y nadie fue capaz de levantarlo. El caso es que al no tener agua en abundancia, tampoco hay árboles frutales. La fruta llegaba en carromatos, y de vez en cuando la abuela compraba kilos de manzanas que subían a la cámara los hermanos mayores de mi padre, ya que él era un goloso y mejor tenérselas escondidas. Pero mi padre olía las manzanas nada más llegar a la casa. Su rastro dejaba un aroma dulzón en el portal que subía por las escaleras hasta la planta de arriba. La cámara de la casa de mi abuela Justa es un desván enorme. Aún ahora está llena de cachivaches de todo tipo. Es la parte de la casa que mejor guarda el recuerdo de lo que fue la vida en sus inicios. Se conservan allí los aparejos de labranza, viejos braseros, queseras, candiles, ollas de barro, vasijas, arcas, baúles, mantas y polvo, mucho polvo, como en el ajuar funerario de una tumba egipcia. Mi padre, hecho un renacuajo, se movía con la nariz por delante buscando el nacimiento de ese olor inusual en sus pupilas olfativas, hallado el saco, lo abría bajo el techo inclinado y se sentaba a contemplar los rayos de luz filtrados entre las tejas, el polvo agitado bailando con el sol, sus mandíbulas disfrutando del pecado original cuando todavía era todo inocencia. No se puede decir, a ciencia cierta, que lo que le pasó después de una de estas emboscadas fuera un castigo divino, pero mi abuela no tenía la menor duda. Una mañana después de haberse escabullido a escondidas en la cámara, bajó las escaleras con un trocito de manzana en los labios y un retorcimiento del estómago.
- Un empacho. Te está bien empleado, por glotón y ladronzuelo.
- No madre, no es un dolor de estómago, es como si me reventase por dentro.
Se estuvo hasta medio día con ésas, y el mal no remitía ni a fuerza de manzanillas ni doblándose en la cama.
- Ay dios, que va a ser el cólico miserere, acabó sentenciando la abuela.
- ¿El cólico qué? Interrumpí yo a mi padre cuando me explicaba la historia.
- El cólico miserere, el apendicitis, vamos.

foto: José G. Obrero

5 comentarios

el de tirmes -

neorrealismo termestino!!?
me encanta el concepto. no creo que fuera muy comercial, pero bueno, tampoco nuestros blogs lo son y bien felices que estamos.
saludos, compadre!
óscar

el de berlanga -

Argumentos de sobra para hacer una película para un genio de neorrealismo termestino. Lástima que el cine tambien padezca de anosmia.

oscar -

pues no se vayan todavía, que aún hay más!!!

;-)Scar

Joanna -

jejje yo tampoco lo había oido jamás...muy curioso sin duda.

juancar347 -

Estupenda historia, además muy amena y bien contada. Me hace gracia, porque a mí el cólico miserere (es la primera vez que lo oigo, para ser honesto) me dio de pequeñito por no querer ir al colegio. ¡Quién lo diría!. Un abrazo