Cartuchos - y IV
Claro que no sólo los cazadores y sus hijas tienen en herencia sangre pícara, que también las liebres han aprendido a base de disgustos, y ésta de la que ahora hablo, seguro que tenía alguna cuenta pendiente con Santiago. Andaba la escopeta jubilada en algún rincón de la cámara, estaba el matrimonio tomando un vermut con mis padres en el chiringuito de Manolo, allá sobre la nada que envuelve las ruinas de Tiermes. Pegaba el sol y andaban charlando en las mesas de afuera, cuando una liebre salió de entre los matorrales para quedarse mirando a Santiago. Eran demasiados años de correrías por el campo como para quedarse igual, así que se levantó y abandonó a los presentes.
- ¿Dónde vas, Santiago?
- Y yo qué sé. ¿Tú has visto cómo me está mirando?
La liebre, tonta ella, dio media vuelta y se alejó unos pasos. Ya Santiago iba a volverse cuando la vio de nuevo parada moviendo los bigotes como diciendo ¡Estoy aquí! El instinto le volvió a marcar los pasos. Dio uno, dio dos, y la liebre brincó de nuevo. La persecución duró un buen rato. Desde la mesa mis padres y Victorina lo veían alejarse entre los matorrales mientras su cerveza se iba calentando al sol. La liebre jugaba con él dejando que se le acercara lo justo para que se quedase después con la miel en los labios. Al final lo dejó marchar, la liebre a mi tío, quiero decir. Parece que sacó un reloj del bolsillo y se dio cuenta de que era muy tarde, tenía una cita con Alicia y claro, no podía faltar.
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Gemma -