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Tiermes

La comarca y alrededores

La ilusión, supongo

La ilusión, supongo

Noche Buena, la Misa del Gallo y los villancicos en casa, al amor de la lumbre, que fuera hacía frío y el especial de Navidad lo daban las llamas. ¿Nochevieja? Cuando te acostabas sabías que era el último día del año, y al alba, el primero. Uvas y campanadas nunca hubo en el pueblo. La Ribera del Duero está cerca, a 25 kilómetros está San Esteban con la Denominación de Origen que llega hasta Aranda y Peñafiel, pero en Tiermes no hubo más campanas que las de Misa, y uvas, las prensadas en el vino de las botas. “Y en Reyes, ¿había cabalgata la víspera y regalos a la mañana?” Aquí mis padres casi se tronchan de risa. El abuelo se disfrazó una vez, me dice mi madre, vete tú a saber con qué, se cubriría la cabeza con un gorro de paja, porque muchos trajes no había por casa. Lo fuimos a buscar a la fuente. No sé qué traería, la ilusión, supongo. Gaspar, Melchor y Baltasar, los tres en uno, una versión reducida de los Reyes antes de que llegara el gordinflón ese que cuelgan de los balcones. Los juguetes los hacíamos nosotros. Con una caja de cartón y una cuerda llegaron los primeros autos a la aldea. Las muñecas eran del trapo que les sobraba a las mujeres en sus labores. Había dulces, sí, una especie de turrón que llamábamos guirlache, muy oscuro por la miel y repleto de frutos secos. También nos daban alguna moneda. Podíamos tenerla todo el día, y a la noche la devolvíamos a los padres, como la figurita del roscón, que si te toca eres el rey por un día.

Trazas una línea... - (adenda II)

Trazas una línea... - (adenda II)

La línea gruesa marca la demarcación provincial en 1783, según Tomás López, la línia de puntos indica la actual.

Trazas una línea... - (adenda)

Trazas una línea... - (adenda)

Límite provincial de Soria en la división de 1833, mapa según Gómez Chico.

Ortega Canadell, Rosa. Las Desamortizaciones de Mendizábal y Madoz en Soria. Soria : Obra Cultural de la Caja de Ahorros y Préstamos de la Provincia de Soria, 1982

el refugio y III

el refugio y III

El sr. Albert había pagado la entrada delante mío, y una vez dentro nos confesó que de niño él había puesto su granito de arena para construir el refugio. El cura de la parroquia había organizado al grupo de niños de la catequesis para cargar los bancos de la iglesia hasta el refugio. Jugaban a que eran camilleros en el frente mientras veían a los hombres afanarse en acabar las obras. La guerra estaba lejos y todo era emocionante. Había bajado al refugio docenas de veces cargando los bancos y siempre había encontrado gente yendo y viniendo ocupados en mil quehaceres, pero después fue distinto: 1200 personas apiñadas temiendo que las paredes cediesen no era el mejor ambiente para imaginarse juegos. Las familias ocupaban su porción de espacio cargadas con un equipaje improvisado por si al salir su casa se había convertido en una montaña de escombros. Recordaba a una mujer que bajó con su vajilla de porcelana como si fuera su tesoro más preciado. Las bombas caían lejos, pero una de las baterías antiaéreas estaba en la falda de Montjuïc, justo encima del refugio. Cuando empezó a disparar parecía que perforaran la tierra. La mujer se asustó tanto que se le cayeron las tazas y se hicieron añicos contra el suelo. Hasta aquel día el sr. Albert no recordaba haber sabido lo que era el miedo. Era un niño sin pesadillas, ni monstruos acechando debajo de la cama o dentro del armario. Aquel día el silencio de aquella multitud era un lodo que le pesaba sobre los párpados. Nadie hablaba, nadie miraba a la pobre mujer que intentaba recomponer la porcelana de su angustia mientras seguían los cañonazos. Pese al calor asfixiante el niño Albert sentía que el sudor de su cuerpo era frío, que sus manos estaban heladas y su corazón encogido.
"¿Y qué siente ahora que ha vuelto al refugio después de tantos años?" preguntó una mujer que formaba parte de la visita. "Nada. Pensaba que me iba a afectar, la verdad, pero pesa mucho más el recuerdo de mis amigos jugando a que éramos camilleros. ¿Sabe? La mayoría de gente que dice que con Franco se vivía mejor, no saben lo que dicen, y no crean que lo digo por una cuestión política. Lo que pasa es que entonces éramos jóvenes, y es tan hermoso ser joven que somos capaces de olvidar todo lo demás."

el refugio - II

el refugio - II

El refugio estaba pensado para albergar unas 1200 personas. No estamos hablando de un agujero excavado en la tierra, se trata de todo un sistema de galerías de más de 200 metros, sistemas de ventilación, iluminación, letrinas, alcantarillado, etc., todo un lujo, sí, si olvidamos las razones por las que la gente se hacinaba en ellos. El cálculo era preciso: lleno de gente el refugio tenía aire para que cada persona respirase sin dificultad durante una hora, después el ambiente empezaba a enrarecerse. Había estrictas normas para evitar el despilfarro de oxígeno: no se podía correr, ni se podía entrar con animales, aunque perros y gallinas hubieran salvado a sus amos. Los animales se ponían nerviosos mucho antes de que sonaran las sirenas, y sus dueños lo interpretaban como señales inequívocas de alarma.

Al principio la gente no tenía miedo a los aviones, hasta entonces no se habían utilizado en ninguna guerra para bombardear ciudades, y más que miedo lo que la gente sentía era curiosidad, hasta el punto de que subían a los terrados para verlos como quien admira unos fuegos artificiales. De este modo la aviación italiana y alemana masacró a la población civil en lo que para ellos no era más que un ensayo de la II Guerra Mundial. Una vez que se comprendió el peligro la gente no dudaba en correr a refugiarse, pero desde que los aviones eran avistados hasta que se daba el aviso y por fin sonaban las sirenas, pasaba demasiado tiempo. A veces los bombardeos y las sirenas eran simultáneos, y la gente corría despavorida.

el refugio - I

el refugio - I

Era el mismo frío que nos recibió a la entrada del refugio antiaéreo nº 307 de Barcelona, en el barrio de Poble Sec, a los pies de la montaña de Montjuïc. La guía que nos lo mostró insistía en que era un refugio de lujo. Para empezar la montaña de Montjuïc es de una roca fácil de picar, los refugios del barrio de Gràcia, por ejemplo, están horadados en pizarra, por lo que construirlos debió de ser un trabajo hercúleo. Además, la montaña está surcada por ríos subterráneos, y al abrir una de las galerías los obreros toparon con una fuente natural, por lo que si fallaba la red de aguas de la ciudad, allá nunca faltaría el abastecimiento. Mientras esperábamos para entrar el sol nos derretía la paciencia, por eso nos extrañó que la guía fuera a buscar una chaqueta. Dentro hace frío, mucho frío, nos dijo. Y así era. El túnel era mucho más ancho que el del viejo boquerón, pero el frío de la piedra era el mismo. Nos internamos unos metros mientras nos situaba en los años de la guerra, en las pírricas defensas con las que contaba la ciudad para defenderse de los ataques aéreos y en la tremenda estructura subterránea con la que se había preparado para salvaguardar a la población civil.

El boquerón y III

El boquerón y III

Había que recuperar las gafas, eso estaba claro, así que empezaron a tramar un plan. Las paredes de las claraboyas tienen talladas unas escaleras, pero no acababan de dar confianza a los ingenieros, así que buscaron una rama larga para atarla al cinturón del explorador. Los únicos árboles cercanos eran unos chopos que se hacían los despistados meciéndose con la brisa. Para su desgracia uno de ellos fue descubierto y le amputaron una de sus ramas, y por desgracia para mí la madera de chopo es demasiado ligera y decidieron que al ser yo el más pequeño sería el más indicado para efectuar el descenso. Así que bajé, qué remedio, debatiéndome entre hacer ver que la aventura me seducía o denunciarles al guarda de las excavaciones por explotación infantil.

Fue más fácil de lo que creía. Estaba demasiado concentrado en asegurar bien los pies y las manos como para escuchar las arengas y consejos que me venían desde arriba. La supuesta seguridad de la rama de chopo atada a mi cinturón era más que dudosa, pero cumplía con su función de placebo. El problema fue cuando llegué al suelo, sólo tenía que agacharme y recoger las gafas, pero al agacharme mis ojos dieron con la oscuridad que manaba del túnel. Miré al otro lado, la misma penumbra sólo interrumpida por ese breve círculo de luz en el que yo me encontraba, y atravesándolo todo como si la oscuridad pudiera salir de su sombra y tocarme, una corriente que helaba mi cara. Es la primera vez de la que tengo constancia de haber sentido miedo. Miedo en su sentido básico, tal y como lo sentimos en alguna pesadilla, notando la piel y los cabellos erizándose como los de un animal preparándose ante una agresión. Me llamaron desde arriba sin llegar a romper el hechizo, pero empecé a subir por los peldaños dando la espalda a mis propios temores. No había nada ni nadie a mis espaldas, me intentaba convencer, sólo mis fantasmas, así que tocaba subir sin mirar atrás pese a sentir su aliento frío en la nuca.

El boquerón - II

El boquerón - II

En una ocasión en la que paseaba con mi familia por las ruinas, nos detuvimos a observar una de las claraboyas que ventilaba el boquerón. En las incursiones con los amigos por el interior del túnel jamás habíamos llegado tan lejos. Ni siquiera habíamos visto la luz de las claraboyas porque el primer tramo doblaba a los pocos metros y dejaba oculto el leve resplandor que le venía de la superficie. Había un intervalo de metros en los que perdíamos de vista la luz de la entrada sin llegar a percibir la de la primera claraboya. A esa altura las cerillas se apagaban por la corriente de aire, el piso se volvía fangoso, el techo se hacía más bajo y las paredes se estrechaban más todavía llegándonos a convencer de que la mejor idea era dar la vuelta.
Mientras mirábamos hacia abajo y los mayores hacían su propia interpretación de los restos y de la vida de los habitantes de Tiermes, se le cayeron a una tía mía las gafas, con la mala suerte de que cayeron al fondo del pozo. Por aquel entonces las medidas de protección del yacimiento, tanto para evitar vandalismo, como para proteger de posibles accidentes a los visitantes, eran nulas. Las claraboyas se abrían como pozos sin tapar ni señalizar, por lo que caminar de noche por aquel paraje era una versión rupestre de la ruleta rusa.

El boquerón - I

El boquerón - I

Lo llamábamos así por la estrechez de sus paredes. Dentro del túnel nos sentíamos como las sardinas en escabeche. No sabíamos cuan largo era, nacía en un extremo de Tiermes y se adentraba en la roca hasta perderse. Contaban los mayores que una vez metieron un gallo de un lado y salió a la altura de Caracena, uniendo así la ciudad romana con el castillo medieval y de paso unos cuantos siglos de incongruencia histórica. Los guías y los folletos aseguraban que era un acueducto, pero a nosotros nos seducía más la idea de un pasadizo secreto. Nos daba lo mismo que llegara hasta Caracena, las veces que nos habíamos internado hasta que se apagaba la cerilla y nos quemábamos los dedos, ya nos parecía suficientemente largo como para albergar todos los misterios del mundo. Además, un acueducto era lo que había en Segovia y no era fácil sacarnos de esa idea.

PARES

PARES

A raíz de haber transcrito el opúsculo de García de Andrés, la pulga me dio a conocer una herramienta muy útil para historiadores y fisgones. Se trata del PARES: Portal de Archivos Españoles, una base de datos que facilita el acceso al Patrimonio Histórico Documental español. La mayoría de los registros son referenciales, pero también se encuentra documentación digitalizada. El lenguaje de interrogación es sencillo y la recuperación ágil, una gozada, vamos. Tiermes no cuenta con más de 10 referencias de los siglos XVII y XVIII, referentes a un paisano registrado en el listado de pasajeros que se embarcaban al Nuevo Mundo, un par de expedientes de estudiantes de la comarca que llegaron a licenciarse en la universidad, y algún que otro pleito por un quítame de ahí esas pajas… en todo caso, no tiene desperdicio, y seguro que le encontraréis provecho, habiendo sufrido nuestros pueblos gran expolio de documentación, cuando no desaparición por abandono y desidia de sus archivos. ¡Que lo disfrutéis!

Montescos y Capuletos

Montescos y Capuletos

Montejo de Liceras o de Tiermes, lo curioso es que pese a todas las rencillas, hay un gran número de matrimonios entre hombre y mujeres de los dos pueblos, y sin que la sangre de Capuletos y Montescos haya sido nunca derramada.
Y es que el amor, siempre triunfa…

El santero de San Saturio

El santero de San Saturio

Hay todavía un texto (y más que deben de haber que se me escapen) del ya citado Gaya Nuño, en el que el santero de San Saturio decide recorrer toda Soria con el objetivo de crear un sindicato o colegio profesional de santeros. Su primera visita le lleva al extremo más pobre y apartado de la provincia, a la ermita de Nuestra Señora de Tiermes, y cuando se refiere a Montejo lo “apellida” de Liceras:

"Aquí debo anotar, dolidamente, un considerable fracaso, al que me llevó mi espíritu de solidaridad para con los colegas. Pues entendí que todos los santeros y ermitaños de la provincia deberían es¬tar sindicados, o agremiados, o colegiados, reuni¬dos, en fin, de alguna suerte, para que nuestras glorias y nuestras desdichas fueran comunes, para que nadie pordiosease en nombre de ningún santo
sin llevar caja con estampa. Digan si la empresa no era justa. Pero el individualismo celtibérico me hizo fracasar, y fue de la siguiente manera:
Cuando se vinieron las primeras heladas, no qui¬se aguardar. Pensé en todos los pobres santeros de la tierra, acaso sin lumbre, sin leña y sin aceite. Acordéme de los más necesitados y me tracé itine¬rario. No sin esfuerzo, pude llegar hasta Montejo de Liceras y desde allí, andando, a la ermita de Nuestra Señora de Tiermes. Por estos andurriales, los santeros no gastan sayal, de modo que a mí tomáronme por fraile o por peregrino, y eran muchas las ancianas y mozas que se vinieron a be¬sarme la mano, y yo me sotorreía de tanta simpli¬cidad. Acudí al santero de Tiermes, que no vestía sino andrajos; me di a conocer como compañero suyo, y le hablé del proyectado sindicato. Era este compañero algo tardo y mostrenco, porque el ham¬bre se le iba comiendo vivo, igual que a su mujer e hijos, quienes no sé ni cómo se sustentaban, pues, a lo que pienso, aquella tierra no da sino ruinas.
-Bueno, y, ¿no recibes propinas?
-¿Qué cosa son propinas? -preguntó a su vez el desdichado.
- A modo de limosnas, pero limosnas que no hay que pedir, sino que dan los fieles por voluntad, en cuanto les enseñas el altar de la Virgen, o cuando cuelgas el bracito de cera en memoria del niño que sanó de paralís.
- Pues qué voy a recibir yo, ¡desgraciado de mí- No tengo sino una faneguilla de cebada para todo el año, y así como cuatro celemines de trigo. Hoga¬ño comimos dos meses con ciertas meriendas que nos dieron, por favor, unos señores que vinieron a ver el castillo -con lo que significaba el cuitado las ruinas de Termancia - y no iría mal el año si fueran para mí las perras que se recogen el día de la Virgen. Pero el año pasado, que vinieron gentes hasta de Campisábalos y Galve, de la parte de Atienza, se había reunido una milenta de perras gordas y pesetas. Bueno, pues el señor cura, al acabar la función, las cogió, las puso en un mo-nedero, lo lió, y hasta otro año. Nada nos queda a los desgraciados.
"Alma bienaventurada -dije para mi sayo-, y cómo te mereces estar en tu ermita, no de santero, sino en el mismísimo altar mayor!" Entonces le ex¬pliqué mis propósitos, y cómo de ellos no saldrían sino beneficios, y nadie nos vejaría, y de la caja común que habíamos de hacer todos los santeros, pobres y ricos, para caso de una enfermedad, o para comprar borricas a los más ancianos, que sólo pu-dieran malvalerse, y para pasar les pensión si se baldaban. Saqué un impreso de adhesión y lo firmó con letra muy bien rasgueada; Saturnino Valderrodilla, recuerdo que se llamaba."

Ibn Fortun

Ibn Fortun

A parte de las escabrosas cuestiones que puede suscitar semejante anécdota, el fragmento sobre el señor obispo abre un tema no menos peliagudo, como es el de la denominación de Montejo, actualmente llamado de Tiermes, y hasta 1960 conocido como Montejo de Liceras. Y es que Montejo y Liceras son pueblos vecinos, y como tales, pueblos rivales. Inocente Andrés se remonta a las fuentes musulmanas para encontrar las primeras referencias: “Ibn Fortun dio su nombre a las Liceras que en los documentos medievales más antiguos que se conservan en la diócesis de Sigüenza, reciben los nombres de Liceras de Fortún, Liceras de Torre Montejo y Torre Suso o Torre Fortúnez.” De esta antigua denominación tomaría su nombre el Sexmo de Valdeliceras que comprendía Montejo, Cuevas de Ayllón, Liceras, Noviales y Torresuso.

El señor obispo

El señor obispo

A continuación el segundo texto que reúne Inocente García de Andrés:

Un obispo murió en Montejo

"A pesar de lo muy delicado de su salud y de que el tiempo era desapacible, salió en Mayo de 1854 a Santa Visita Pastoral. Estando en Montejo de Liceras le repitió la pulmonía con tanta violencia que al segundo día (..) entregó su alma al creador a las seis de la tarde del día 31 de mayo de 1854 (...) su corazón y vísceras yacen en Pendueles, diócesis de Oviedo donde había nacido, su cerebro en Montejo de Liceras donde falleció haciendo Santa Visita Pastoral". (MINGUELLA, Historia de la Diócesis de Sigiienza, tomo 3°, p.221-222. Véase también, en Montejo, la inscripción en el presbiterio de la Iglesia.

La Invasión francesa de 1808

La Invasión francesa de 1808

A raíz de un post que publicó la pulga hace ya algunos meses, recordé que tenía un opúsculo redactado por Inocente García de Andrés. En él se relataba un pequeño episodio de la invasión francesa de 1808 que tuvo como escenario las tierras de Tiermes y concretamente a Montejo como lugar de refugio para una comunidad de religiosas. Lo transcribo tal cual:

La Invasión francesa de 1808: los grandes hechos nacionales repercuten en los pueblos pequeños.

(Se puede leer el relato completo en la publicación de Matías Fernández Garda, Ayllón. Algunas pinceladas históricas publicado por la Caja de Ahorros de Segovia, 1977)

Las religiosas abandonaron su querido convento nueve días antes de la invasión de Ayllón por parte de los franceses, exactamente el día 19 de noviembre. La razón de obrar así fue el haber llegado a sus oídos los muchos desmanes, robos sacrílegos y violaciones, perpetrados por los soldados enemigos sin respetar las clausuras religiosas, y como Ayllón era pueblo de paso forzoso hacia Madrid y por evitar tales peligros, no dudaron aquellas mujeres en dejar sus clausuras y retirarse a los pequeños pueblos apartados de los caminos importantes.

"Fuimos a Montejo a pie, menos unas religiosas que había enfermas; llovía mucho y no se puede saber los muchos trabajos que padecimos, estuvimos en dicho pueblo 3 días (...) Éramos 23 Monjas. A Montejo dicen que iban los franceses y tuvimos que fugar a Grado (...) a Villacadima (...) Galve (...) hasta que pareció conveniente volvernos a Montejo otra vez. Los peligros que en esta vuelta tuvo toda la comunidad de perecer no los puedo yo explicar, fue todo el día un continuo milagro el no morir todas las monjas, porque salimos de Galve en el peor día que ha hecho desde que Dios creó los tiempos. Nos trajeron por donde llaman Sierra Pela, íbamos en 5 o 6 carretas, y era tanta la intemperie del día que no se veía ni el cielo ni la tierra de la nieve y ventisca y hielo (...) llenos de humedad. Seguimos en dicho pueblo tres meses (...) la casa era de Antonio de Pablo, nos cedió la mitad (...)"

La insoportable levedad del ser - I

La insoportable levedad del ser - I

La asociación ‘los cuculos’ articula todas las actividades, que no son pocas, y tienen la sede social en la antigua escuela. La carretera lleva un año asfaltada, así que un autobús recoge a los niños para levarlos al colegio en Sabiñánigo. Y es que uno de los milagros de Ibort es contar con 10 niños de entre una población de 35 habitantes. El resto del milagro es ver cómo han reconstruido las casas, respetando la arquitectura y los materiales originales.
La iglesia era lo único que aguantaba cuando llegaron, aunque este agosto tienen pensado montar un campo de trabajo para rehacer la entrada y levantar los muros de la plaza que se han venido abajo.

II

II

No es lugar de culto desde que la diáspora vaciara el pueblo de almas, y quienes lo repoblaron utilizan el lugar como local social. Lo que unió en un principio a la mayoría de los 35 habitantes de Ibort es el montañismo, y ni cortos ni perezosos decidieron cubrir las paredes de la capilla con un rocódromo donde entrenar.

y III

y III

La pared más espectacular es la del altar mayor, porque está decorada con el graffiti de un escalador trepando al cielo, un retablo laico que también aspira a la espiritualidad.

Ibort

Ibort

Ibort no tendría nada de especial tan solo por ser uno más de entre la docena de pueblos abandonados en nuestro país. Lo que hace especial a esta aldea es que después de que la hiedra empezara a roer la piedra, un grupo de jóvenes decidiera establecer allí su hogar robándole el botín al olvido.
Ibort se encuentra en pleno Pirineo Aragonés, lo que significa que los inviernos son especialmente duros. Los últimos ancianos que resistían se acabaron trasladaron a tan solo 7 kilómetros, al vecino Sabiñánigo, donde una residencia les ofreció todos los servicios y comodidades que el pueblo ya no les podía proporcionar. Carmen asegura que cuando vuelven por sus antiguas tierras no hay resquemor en sus miradas, las casas –o lo que de ellas quedaba- fueron compradas, por lo que los antiguos propietarios no pueden quejarse de ‘ocupación’ alguna, y se lo miran todo entre escépticos y nostálgicos, pero contentos al fin y al cabo de que el bosque no se haya comido los caminos y la iglesia no se haya venido abajo.


Chivos expiatorios

Chivos expiatorios

Subir la montaña es el precio por no pagarle el parquímetro al ayuntamiento. Es un tostón, pero tiene sus recompensas. A medida que subes la vegetación recupera su espacio: las raíces revientan las aceras y los jardines paren plantas que no se dejan domar. La carretera es empinada y en seguida se llega a un mirador cuyas vistas tienen la propiedad de reconciliarte con la ciudad. La otra mañana, sin embargo, no tuve que subir hasta arriba para sentirme en paz con la urbe. A la izquierda del camino, entre los matorrales abandonados, se abría paso una mujer cubierta con un sari rosado. Andaba a pasos lentos recogiendo hierbas que iba guardando en bolsas de plástico. En la exposición describían a la mayoría de víctimas de la caza de brujas como mujeres pobres, marginadas e ignorantes, al ser posible forasteras (hablamos de comunidades locales, pero en el norte de Cataluña se pirraban por las viejas venidas de Francia, las gabachas) y con una marca diferenciadora: la señal del diablo. Aquella mujer india tenía todos los números para ser un nuevo chivo expiatorio. Sus acusadores la seguían de cerca: una autóctona paseando a su perro. Me detuve curioso ante la escena y esperé a ver qué pasaba. Desconfiado me preparé para presenciar un conflicto, pero pronto me pude quedar tranquilo. La indígena sentía tanta curiosidad como yo, sólo que tenía más tiempo para saciarla, así que se acercó a la recolectora y se pusieron a charlar de recetas, pócimas o series de la tele, vaya usted a saber, yo me tuve que ir al tajo, ellas quedaron con dios, o con el diablo.