Blogia
Tiermes

La comarca y alrededores

Caza de brujas

Caza de brujas

De haber nacido cuatro o cinco siglos antes, la abuela del señor Ramón habría tenido algún problema, pensaba para mis adentros cuando salí de la exposición Per bruixa i metzinera del Museu d’Història de Catalunya. La muestra parte de la alta Edad Media ofreciéndonos un paisaje donde la brujería no existe como tal, donde el pensamiento científico no acaba de nacer y la Iglesia no se opone frontalmente a curanderos y alquimistas porque todo conocimiento forma parte de una madeja difícil de diferenciar. Es el segundo ámbito de la exposición: La invención de la bruja, donde se explica “el proceso de construcción del estereotipo de la bruja diabólica” (s. XIV y XV) debido al nuevo posicionamiento de la Iglesia y concretamente a una serie de teólogos que difunden sus ideas con rapidez por toda Europa gracias a la imprenta. El Malleus maleficarum(martillo de brujas, 1486) fue un libro de referencia para los inquisidores hasta que el asunto se les fue de las manos. Una vez prendida la llama el pueblo se entregó a una verdadera persecución de la que surgían docenas de procesamientos cuyo final era siempre el mismo. Las actas de los juicios, con descripción sumaria de las torturas y confesión final de los reos, pone los pelos de culpa, no ya por la brutalidad de los métodos, que también, sino por lo necio del proceso que llegaba a su fin sólo y cuando el acusado delatara a sus colaboradores y diera una descripción de sus reuniones con el diablo que coincidiera con la que daban los teólogos Kramer y Sprenger en su martillo. Como la acusación no debía aportar pruebas, las denuncias se convirtieron en un método de venganza infalible, hasta que la locura se desató en Zugarramurdi (1609, nuestro Salem peninsular) y la Inquisición tuvo que intervenir para detener lo que ellos solitos habían puesto en movimiento.
Curiosamente fue Cataluña, progre ya en aquellos tiempos, la única región que continuó aniquilando mujeres por hacer sopa de tomillo. La abuela del señor Ramón hizo bien en no nacer antes de 1622, cuando por fin los obispos catalanes decidieron hacerse cargo de los juicios pendientes liberando a las encausadas.

Sobre la caza de brujas en Castilla no tengo información, no digamos ya de Soria, por lo que si alguien me sabe indicar le echaré un bien de ojo.

Marcovaldo, o las estaciones en la ciudad

Marcovaldo, o las estaciones en la ciudad

Hay un relato de Italo Calvino en Marcovaldo donde el ingenuo protagonista intenta reseguir el rastro de las estaciones en su hábitat urbanita. Al llegar la primavera encuentra setas en el parterre de los árboles y las cosecha para ofrecer un banquete a la familia. Como era de esperar las setas no sólo no eran comestibles, sino que eran tóxicas. Ante semejante riesgo sólo recojo las hierbas que conozco sin asomo de dudas, y pese a la proximidad de mi casa con la montaña de Montjuïc, sólo acudo a ella para pasear o aparcar el coche. Hasta que conocí al señor Ramón.
El señor Ramón es uno de esos personajes que vale la pena conocer: tenor de ópera, escritor y sabio herboristero son algunas de sus señas. Di con él en uno de esos cursos de centro cívico que me llamó la atención entre los habituales de cata de vinos y bailes de salón: hierbas medicinales de la montaña de Montjuïc. Al tema, ya interesante de por sí, se le añadía el componente de la montaña, pues todas las hierbas de las que iban a hablarnos se encontraban en ella, sólo había que saber buscarlas, y las dos últimas sesiones iban precisamente de eso, de salir al monte.
El señor Ramón salpimentaba sus clases con anécdotas que ilustraban las cualidades de las plantas. Así me enteré de que el agua de borrajas no merece ser despreciada, pues tiene vitaminas; que las ortigas, si se tocan con cariño, sólo hacen cosquillas; o que los brotes de las zarzas aclaran la garganta, por eso los picotean los pájaros antes de entonar su canto.
La ciencia de las plantas la había aprendido de su abuela, antigua habitante de Montjuïc en los tiempos de María Castaña. Él la acompañaba en sus paseos mañaneros para recolectar las hierbas que nutrían su botica, y asistía en silencio a las entrevistas que mantenía con los vecinos que le pedían receta y consejo sobre cómo achicar los dolores que les afligían.

y de setas

y de setas

Después llegaron las cacerías de hierbas. Mi padre me enseñó las charcas donde encontrar berros para la ensalada, los prados donde abundaba el poleo o los escondrijos del té de roca. Pero no había manera, cada vez que se alejaba y yo le venía detrás con un manojo de hierbas me decía que eso, en infusión, me provocaría de todo, pero nada bueno. Un otoño en que buscábamos setas llené el capazo de hongos que luego no fuimos capaces de encontrar en su guía de campo. Cuando acababa la jornada me llamó para que acudiera a su lado. Mi padre era un punto minúsculo abajo en la ladera. La meseta se abría en todas direcciones interrumpida solo por los pliegues de la sierra Pela. Me espera inmóvil, mascando aire. “Mira al suelo” me dijo. Allí me esperaba una seta de cardo (¡4 tenedores en la guía!) con la que rompí el maleficio y pude volver al pueblo sin sufrir el escarnio de la cesta vacía.

de hierbas

de hierbas

Con el tiempo voy descubriendo gestos y manías de mi progenitor que se repiten en mí, y creo adivinar que mi afición por las hierbas viene de ese llevarse a la boca el primer brote con el que topamos al borde del camino. También fue mi padre quien me enseñó a mascar los granos de trigo. Cercenábamos la cabeza de las espigas y desgranábamos sus semillas. Cuando reuníamos un puñado nos lo metíamos en la boca y mascábamos hasta deshacerlo en harina como si fuera chicle de pan. Más tarde conocí el espliego. Mi padre lo recogía para el coche y los armarios. En los trayectos entre Barcelona y el pueblo el 850 se convertía en un submarino de humo y la lavanda combatía (sin éxito) el olor perenne del Rex. Ya en Barcelona los ramilletes que organizaba mi madre en los cajones de la ropa servían para prolongar el recuerdo de las últimas vacaciones. Crescen, el inventor del pueblo, había conseguido extraer la esencia del espliego, y un verano nos regaló un frasco lleno. Su olor era fuerte, tremendamente fuerte. Supongo que la curiosidad de Crescen era superior a su buena maña, pero más allá del perfume, aquel frasco sintetizaba la ciencia de la alquimia, la posibilidad de trasformar el carbón en diamantes.

La bicicleta

La bicicleta

Más preocupado que por la altura andaba el verano en que la mayoría de mis amigos habían quitado las ruedas auxiliares a sus bicicletas. A esas edades uno no puede quedarse rezagado, así que le pedí a mi padre que ejerciera de tal y que por ciencia infusa, por ósmosis o por medio cualquiera, me hiciera partícipe de los secretos que permitían al ser humano avanzar dando pedales sobre un artilugio que, mirase por donde se mirase, no se sostenía solo, así que ¿por qué iba a hacerlo conmigo encima?
Salimos del pueblo por el camino de Torresuso y nos detuvimos en la cuneta. Los campos de trigo llegaban hasta la carretera, pero algunas hierbas moteaban las orillas de aquel río asfaltado. Mi padre arrancó una brizna verde y se la llevó a los labios substituyendo su Rex humeante. Hasta dejar atrás las últimas casas yo había estado atento a nuestras espaldas por si alguien nos seguía. No quería testigos en aquella prueba de dudoso resultado. Ahora, sin embargo, había olvidado el propósito de nuestro paseo y le miraba mientras me daba consejos, aunque debo confesar que no le escuchaba, más pendiente en aquel tallo de hierba que le bailaba en la boca sin llegar a caer de sus labios. El que se cayó fui yo: una y diez veces. “Nadie nace enseñado” me decía para consolarme, pero volvimos con la misión cumplida, echando el pie al suelo de vez en cuando, y él silbando con el brote sin caérsele de los labios.

Seiscientos

Seiscientos

Cada verano tenía su canción y a cada una iba asociado un sentimiento, un baile, un recuerdo: El negro no puede, Mi agüita amarilla o Aquí no hay playa eran hits festivos. Los adormilados volvían a la pista, las parejas dejaban los besos a medias y los padres sabían que ya no habría más pasodobles para ellos. Después llegaba el Cadillac solitario o las Cien gaviotas. Los pocos padres que aguantaban huían por no ver a sus hijas bailar apretadas contra el melenudo del pueblo de al lado. También había clásicos que no envejecían como Paquito el chocolatero o aquella versión tan sutil de una canción popular: quisiera ser tan alto como la luna, para ponerle los cuernos a Cataluña… A mí se me iban las ganas de bailar, qué quieren que les diga, y me preocupaba por el contagio, porque la estupidez, de tan extendida, parecía una epidemia sin vacuna.
La única motivación que encontraba para ser más alto era la de superar la raya que mi tío Arsenio dibujaba en la pared del bar. Llegaba a finales de julio y aparcaba su seiscientos junto a la atalaya. “En Madrid no se puede vivir” decía, y salía del coche con una mancha de sudor desde el pecho hasta su redonda barriga. “En cambio aquí… esto sí que es vida.” Mi tío Arsenio era soltero, un dandi de traje beige, tirantes estilo Fraga y lámparas en la camisa. Lo imaginaba por los madriles paseando por la castellana, jugando al mus y chupando de un puro que no se quitaba jamás de la boca, ni siquiera cuando llamaba a la puerta, siempre abierta, siempre a la hora de comer, y voceaba: “¡Aaaah del castillo!” Un día en nuestra casa, otra en la de los vecinos, comía de balde y en compañía, que en el fondo era lo que contaba, pues pagar pagaba con su humor, sus gracias y sus bromas. “A ver, oscarillo, ¿cuánto has crecido este año? Tenemos que ir al bar para ver si has superado la raya del año pasado.” Después del café y la copa, el puro y la partida, venía la siesta. Cuando se despertaba yo ya andaba con la bicicleta de cuatro ruedas persiguiendo lagartijas, pero el pueblo es chico y nos acabábamos encontrando. “Ven acá, mochuelo, que te vamos a medir” y me acercaba a la pared donde Carmen apilaba las sillas de la terraza. La señal era insignificante, solo la conocíamos mi tío y yo. No respires, me apremiaba, y yo contenía la respiración, escondía la barriga y me obligaba a no levantar los talones por no hacer trampas. “¡Has crecido dos dedos, chaval! Estate quieto que haremos la marca para el verano que viene.” y de verano en verano, y tiro porque me toca, esperaba que llegara el seiscientos.

en Youtube

5 siglos en 14 minutos...

Video 1
Video 2

y III

y III

Cuando era niño Emiliano había caído por unas escaleras y tenía desde entonces la espalda deformada con una joroba. En nuestra peor muestra de nosotros mismos hacíamos chanza pensando en el día en que pasara a mejor vida y en cómo habrían de hacer el hoyo y la caja. Pasaron los años. Cuando llegaba el verano entrábamos al estanco aunque sólo fuera para saludar, y si teníamos que comprar tabaco salíamos con un cartón debajo del brazo y un cigarro prendido entre los labios. Mientras, eran otros los chicuelos que se ponían de puntillas para dejarse la vuelta de los recados, y el retablo de las maravillas enmudecía cada vez con menos cosas. Uno y otro hermano anunciaban que aquél sería el último verano, que se jubilaban y cerraban el negocio, pero al año siguiente siempre estaban ahí, como el dinosaurio de Monterroso.
Cuando Emiliano murió en otoño de hace ya algunos años, la noticia me cogió en Barcelona como al resto de amigos les cogió en Madrid o en Zaragoza, y a todos nos vino a la boca el sabor de alguna almendra garrapiñada que nos había salido amarga.

golosinas - II

golosinas - II

Fruto del negocio Emiliano y María fueron los primeros adultos que nos trataron con cierta complicidad. No éramos hijos de clientes, sino clientes mismos, y de los mejores, pues nuestros vicios eran adictivos. Primero fueron las golosinas, los botes de refrescos y las pipas, pero más tarde fueron los cigarros que nos vendían sueltos y casi a escondidas. Las cervezas, los tetrabrics de vino barato y los libritos de smoking vinieron más tarde, pero en cada nuevo escalón permanecía implícito el pacto de silencio que interesaba a las dos partes. Para entonces ya habíamos perdido algo más que la inocencia y los más desvergonzados le pedían al pobre Emiliano el género que tuviera más apartado, de modo que mientras se afanaba en buscarlo le abrían el cofre del tesoro para hurtarle cuatro chucherías con las que disfrazar nuestro aliento de humo. Después nos íbamos todos al portalejillo a fumar en corro y vanagloriarnos de nuestras fechorías.

golosinas - I

golosinas - I

Las latas de chicharro en escabeche se encontraban en el estanco de María y Emiliano, dos hermanos que ofrecían de todo, además de tabaco y sellos. Íbamos de niños a hacer los encargos de nuestras madres, llevábamos la botella vacía de gaseosa y pagando la diferencia volvíamos con una llena. Mientras esperábamos la vez las estanterías de la pared del fondo nos ofrecía toda suerte de mercaderías en ordenada confusión.: zapatos deportivos, bolsas de agua caliente, botes de refrescos, pilas de petaca o latas de chicharro. El mundo en 7 metros de ancho por 2 de alto, un retablo que poco tenía que envidiar a los badulaques actuales. Aunque sin duda la estrella era el cofre de las chucherías. En uno de los extremos del mostrador había una caja de madera que nunca se dejaba abierta. Cuando acababas la compra y uno de los dos hermanos te estaba a punto de dar las vueltas, miraba de reojo la caja por ver si las preferías en especias. Entonces se abría el cofre del tesoro. Moras y nubes de azúcar, polvos pica-pica que estallaban en la lengua, piruletas, almendras garrapiñadas, pipas, quicos y la estrella del verano en que estrenaron V -aquella serie de extraterrestres lagartos que venían a la tierra en busca de alimento- golosinas con forma de ratas para imitar a Dyana y a sus secuaces dándose uno de sus apestosos banquetes.

Las palabras huérfanas

Las palabras huérfanas

Y sin embargo la cucharrena ya tiene 3 padrinos.

apadrina la tuya

El escabeche - II

El escabeche no sólo era básico para la alimentación de los jóvenes sorianos, sino para proporcionarles un mínimo bienestar en su vida cotidiana. Los primeros churros que comieron mis padres eran los que caían de los tejados como estalactitas de hielo. Carámbanos que cortaban de un golpe seco y se llevaban a la boca como si fueran polines. Aún en inviernos tan crudos como esos mis abuelos vestían a los niños con pantalones cortos y los mandaban así a la escuela. Como el edificio debía de ser más frío que una nevera les permitían una concesión: llevarse una lata de chicharro llena de brasas para ponérsela entre los pies mientas el maestro les recitaba la lista de los reyes godos. Antes de salir de casa dejaban caer un par de ascuas en el zapato, las dejaban el tiempo justo de envolverse los pies con piel de cordero, después retornaban los tizones a la lata, se calzaban y salían al colegio con parada para un tentempié de hielo.
Digo yo que generaciones como estas son irrepetibles. ¡Y ni falta que hace!

El escabeche - I

El escabeche - I

“No es cierta la afirmación de ser el Manzanares el río más merendado y cenado; el Duero presencia al año muchísimas más merendolas, con una minuta en que pueden fallar la tortilla y el jamón, pero nunca, nunca, las latas de pescado en conserva.
En todas las tiendas de ultramarinos de Soria hay unas inmensas latas cilíndricas de pescado en conserva –aceite o vinagre-, que reciben el nombre genérico de escabeche. En todas las tabernas hay escabeche. Es un pescado primario, sustancioso, sabrosísimo y nada caro, ideal para irse acompañando de pan y vino, consustancial, en fin, con el paladar soriano. […] El vino de Langa no se sube a la cabeza, y permite ingerir considerables cantidades sin que se trastorne la crítica de la razón pura. Pero, el que se consume en Soria, tiene muchos más grados y hace cantar. Hay que saberlo espaciar; desde la alameda hasta el puente hay poco más de un kilómetro y de treinta tabernas. Podéis copear en todas, sosegada y parsimoniosamente, asomaros al puente y volver a la ciudad siguiendo la misma ruta. El secreto que saben todos los sorianos castizos, es acompañar el vaso con un tarugo de escabeche.”

Juan Antonio Gaya Nuño, El Santero de San Saturio

En tu luna

En tu luna

Antes de que instalaran las farolas las muchachas jugaban al pilla-pilla con la luna. Las sombras eran refugio donde sentirse a salvo, mientras que si la luz blanca las tocaba estaban expuestas:

“En tu luna estoy, si me pillas tuya soy”, cantaban.

la ceniza

la ceniza

A don Bernardo, párroco de Montejo en la década de los ’50, no se le conocía tacha alguna. Era estricto en la liturgia y no permitía entrar a la iglesia en manga corta ni a las mujeres in velo. Fuera del templo era el primero en remangarse la sotana y echar un partido de fútbol con los mozos del pueblo. Tuvo como monaguillo a mi padre, y de tan obediente y sensato que era lo quería llevar al seminario. Don Bernardo también era conocido por su carácter bromista. Cuenta mi padre que después del Domingo de Ramos le llamó el cura para pedirle los restos de la lumbre con la que en casa habían quemado los ramos en sacrificio. Con sus cenizas el Miércoles de ídem habría de ungir las frentes de los feligreses haciéndoles la señal de la Santa Cruz. Dicho y hecho mi padre se fue a ver a su madre, la Justa, para pedirle que rellenara una lata de chicharro con las cenizas. De vuelta a la sacristía don Bernardo descargó en él toda su ira:
- ¿Pero dónde vas, muchacho? Esto que me traes es miseria, dile a tu madre que te provea con el brasero entero y vuelve con él.
Y así volvió mi padre sin no poco disgusto.
- Madre, que dice don Bernardo que esto y nada son la misma cosa, que me dé las cenizas de todo el brasero.
Ahí se estuvieron discutiendo madre e hijo hasta que la Justa le abrió los ojos:
- ¿No ves, hijo, que te está tomando el pelo?
Todavía incrédulo volvió mi padre a la sacristía y se encontró a don Bernardo burlándose de él en compañía de un vecino. Si mi padre dejó su carrera a los altares antes o después de aquel momento, no lo sé ni él se acuerda, pero sea como sea yo que me alegro.

al huerto

al huerto

Ahora que se acerca Semana Santa viene a mí el fervor religioso y con él alguna que otra historia de curas.
Había en Pedro un párroco llamado Don Jesús que era conocido por su buena maña en la huerta, por lo que la gente le llamaba el Lechuguino. Al llegar estas fechas el espíritu corporativo de los de su oficio les llevaba a reunirse cada día en un pueblo distinto para realizar la Confesión General, y así ofrecer una atención personalizada y serena al pecador, nada que ver con las prisas de los médicos de la seguridad social de nuestros días.
En uno de estos cónclaves se corrió el rumor de que el Lechuguino vivía bajo el mismo techo que dos mujeres, por lo que alguien de cierto rango le pidió explicaciones, y el Lechuguino no tuvo problemas en dárselas: las dos mujeres eran sus hermanas.
Las beatas respiraron tranquilas y el Lechuguino pudo segur viviendo con las dos jóvenes a las que no le unía ningún parentesco, pero que también eran hijas de Dios.

La agria cultura

La agria cultura

Impresionante. Me entero de que en el cine Casablanca proyectan El viaje inverso, un film sobre el fenómeno de la migración vuelto del revés, es decir, los jóvenes cansados de la gallina de los huevos de oro, de la ciudad y de sus luces, que deciden invertir los papeles y recoger como un guante el billete de ida que compraron sus padres. Los neorrurales, para el que guste de etiquetas. Y claro, me dejo caer. ¿Y saben qué me encuentro? Un documental rodado íntegramente en Soria. Y puestos a investigar me topo en la red con que Llorenç Soler ,su director, ya había rodado otro documental sobre el fenómeno de la inmigración en la capital de la provincia. ¿No es para alucinar? ¿Se imaginan que la economía soriana renace (bueno, quitemos ese prefijo), nace de la mano de la industria del cine? Algo así como lo de Tabernas en Almería, pero en vez de spaghetti-westerns, nos podríamos especializar en el género épico, que por castillos no será. O en el drama melancólico, que de abandono tampoco andamos faltos.

En el documental se intercalan las entrevistas de los que dejaron el pueblo con la de los que se mantuvieron firmes. Hay un tono agrio en ambos bandos, como si la cultura de la tierra tuviera ese sabor, tanto para el que la suda, como para el que la abandona.
“Los recuerdos son los culpables de la mala literatura, y de la mala conciencia” dice en un momento la voz en off, y consigue quitarnos el mal sabor de boca de tanta ruina con la ilusión de unas cuantas familias que construyen sobre ellas.

El cielo en llamas

El cielo en llamas

Cuentan los que estaban presentes que el cielo pasó del negro al rojo como tizón que se vuelve brasa. “¡Que se quema el cerro, que se quema el cerro!” gritaban los niños, y los mayores trataban de quitarle hierro al asunto por no reconocer su propio espanto.
Corría el año cincuenta y pico. El atardecer colorado se había sucedido en las dos o tres eternidades de edad con las que contaba la comarca, pero aquel color tenía poco que ver con el de la melancolía, parecía, más bien, la luz del ocaso. El definitivo.
Un paisano subió la cuesta hasta la curva, allá donde se pierde la vista de las caballerías cuando iban a la feria del ganado. Detrás está el monte, las encinas, los lobos, y aquella noche, las llamas del infierno. El resto de vecinos se quedó en la protección del hogar rezándole a la Virgen. O a San Pedro: “había en casa un cuadro que parecía encantado. Te movieras por donde te movieras de la sala él te seguía con la vista. No te podías esconder. Ahí se lo llevó un anticuario disfrazado de trapero. Lo malvendimos, como todo.” Se lamentaba mi abuela. Creo que ha sido el fenómeno más extraordinario que he escuchado por aquellos andurriales, los ojos de aquel santo, quiero decir. Nadie me ha hablado de fantasmas, de hechizos, ni de brujas (aunque haberlas, hailas, ¡vive Dios!), y lo del cuadro era una hipérbole para resaltar el buen oficio del pintor. Lo del cielo asustaba, pero a nadie se le ocurrió otra cosa más allá de un incendio aunque cuando vino el explorador dijo que no había llamas. ¿Y qué había de ser, si no? Por otro lado, si no había llamas no quemaba, y si no quemaba no se perderían las cosechas, ni las bestias, ni las casas, por lo que podían dormir tranquilos. Y así se acostó el pueblo. Realista hasta el hartazgo, bendito en su sensatez.

La verdad es que no llegué a descubrir nunca qué es lo que había iluminado el cielo de tal manera. Cuando les pregunté me contestaron sin complejos que fue la aurora boreal. En realidad este es un fenómeno que generalmente se da en los polos, aunque raramente también puede darse en otras zonas. Probablemente fuera algún otro fenómeno atmosférico, y también probablemente su relato es más espectacular que lo que en verdad se vivió, pero en un lugar y un tiempo en el que el realismo mágico era una bombilla eléctrica, tal y como diría Manuel Rivas, una lluvia de estrellas debía de ser un verdadero prodigio.

Proust y el butanero

Proust y el butanero

El alma vuelve al cuerpo,
Se dirige a los ojos
Y Choca.) -¡Luz! Me invade
Todo mi ser. ¡Asombro!

(Jorge Guillén)

Esta mañana he tenido la suerte de abrir los ojos antes de que sonara el despertador. Ya había amanecido, no era uno de esos desvelos en medio de la noche y de las incertidumbres que pueblan el cuarto a oscuras. La luz entraba ya por las rendijas de la persiana y me han ido llegando los ruidos del vecindario que se despereza ante una nueva jornada, el del agua cayendo por las cañerías, el de la paloma que cada mañana hace gárgaras en el alfeizar de la ventana. Con todo, no entendía por qué se me había aparecido como primera imagen la ladera y los cerros del pueblo al atardecer. Por mucho que lleve este blog donde hago zumo de neurona con las tierras de Tiermes, puedo asegurar que no sufro una obsesión por mi patria chica. La comarca es más bien un punto de referencia, un lugar en el mundo cuya evocación me permite respirar sereno cuando el alma sufre uno de sus particulares ataques de asma.
Entonces el paquistaní que me mira malhumorado si no le dejo suficiente propina, ha vuelto a golpear las bombonas de butano, trayéndome desde la calle, sin él saberlo, un desayuno de té y magdalenas. Es un sonido tantas veces repetido que lo puedes pasar por alto (menos cuando ha llegado el invierno y has acabado la ducha con agua fría), pero al escucharlo de nuevo me he dado cuenta de que era éste, y no otro, el sonido que me ha devuelto a la vigilia pasando por Montejo.

Desde la alcoba de casa hay una ventana que da a la parte de atrás. Se abre al patio y a la caseta donde antiguamente estaba el horno donde mi abuela hacía el pan. Más allá están los prados y algo más lejos la carretera que queda oculta por una línea de chopos. Sobre sus copas asoma el cerro, colina estirada que llega hasta el fin, allá donde se le acaban a uno los ojos. Y allá donde no llegan ellos, se adelantan las orejas.
Está el cerro habitado por ovejas. Dentro de las majadas no se las escucha balar, ni se sabe de su presencia, pero al caer la tarde, cuando van los pastores a sacarlas de sus rediles, se las escucha a docenas trepando por las peñas en busca de pastos. La puesta de sol es tan lenta y el paisaje tan quieto, que al mirar por la ventana parece que contemplemos un cuadro al que le envejecen los colores. Desde allí el rebaño inmenso es una nube de lana a ras de suelo. El eco de sus cencerros se apodera de la colina y envuelve al pueblo con el ocaso. Nunca las campanas de ninguna iglesia me han resonado tanto por dentro.

Google Earth

Google Earth

Bueeeeno, parece que después del susto Tiermes vuelve a aparecer.

Nada, aquí recojo la fotillo de GoogleEarth y las coordenadas de Ptolomeo: 11º30’ de longitud y 42º25’ de latitud


mañana a ver si recupero el artículo del butanero.