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Tiermes

El boquerón - II

El boquerón - II

En una ocasión en la que paseaba con mi familia por las ruinas, nos detuvimos a observar una de las claraboyas que ventilaba el boquerón. En las incursiones con los amigos por el interior del túnel jamás habíamos llegado tan lejos. Ni siquiera habíamos visto la luz de las claraboyas porque el primer tramo doblaba a los pocos metros y dejaba oculto el leve resplandor que le venía de la superficie. Había un intervalo de metros en los que perdíamos de vista la luz de la entrada sin llegar a percibir la de la primera claraboya. A esa altura las cerillas se apagaban por la corriente de aire, el piso se volvía fangoso, el techo se hacía más bajo y las paredes se estrechaban más todavía llegándonos a convencer de que la mejor idea era dar la vuelta.
Mientras mirábamos hacia abajo y los mayores hacían su propia interpretación de los restos y de la vida de los habitantes de Tiermes, se le cayeron a una tía mía las gafas, con la mala suerte de que cayeron al fondo del pozo. Por aquel entonces las medidas de protección del yacimiento, tanto para evitar vandalismo, como para proteger de posibles accidentes a los visitantes, eran nulas. Las claraboyas se abrían como pozos sin tapar ni señalizar, por lo que caminar de noche por aquel paraje era una versión rupestre de la ruleta rusa.

El boquerón - I

El boquerón - I

Lo llamábamos así por la estrechez de sus paredes. Dentro del túnel nos sentíamos como las sardinas en escabeche. No sabíamos cuan largo era, nacía en un extremo de Tiermes y se adentraba en la roca hasta perderse. Contaban los mayores que una vez metieron un gallo de un lado y salió a la altura de Caracena, uniendo así la ciudad romana con el castillo medieval y de paso unos cuantos siglos de incongruencia histórica. Los guías y los folletos aseguraban que era un acueducto, pero a nosotros nos seducía más la idea de un pasadizo secreto. Nos daba lo mismo que llegara hasta Caracena, las veces que nos habíamos internado hasta que se apagaba la cerilla y nos quemábamos los dedos, ya nos parecía suficientemente largo como para albergar todos los misterios del mundo. Además, un acueducto era lo que había en Segovia y no era fácil sacarnos de esa idea.

PARES

PARES

A raíz de haber transcrito el opúsculo de García de Andrés, la pulga me dio a conocer una herramienta muy útil para historiadores y fisgones. Se trata del PARES: Portal de Archivos Españoles, una base de datos que facilita el acceso al Patrimonio Histórico Documental español. La mayoría de los registros son referenciales, pero también se encuentra documentación digitalizada. El lenguaje de interrogación es sencillo y la recuperación ágil, una gozada, vamos. Tiermes no cuenta con más de 10 referencias de los siglos XVII y XVIII, referentes a un paisano registrado en el listado de pasajeros que se embarcaban al Nuevo Mundo, un par de expedientes de estudiantes de la comarca que llegaron a licenciarse en la universidad, y algún que otro pleito por un quítame de ahí esas pajas… en todo caso, no tiene desperdicio, y seguro que le encontraréis provecho, habiendo sufrido nuestros pueblos gran expolio de documentación, cuando no desaparición por abandono y desidia de sus archivos. ¡Que lo disfrutéis!

Montescos y Capuletos

Montescos y Capuletos

Montejo de Liceras o de Tiermes, lo curioso es que pese a todas las rencillas, hay un gran número de matrimonios entre hombre y mujeres de los dos pueblos, y sin que la sangre de Capuletos y Montescos haya sido nunca derramada.
Y es que el amor, siempre triunfa…

El santero de San Saturio

El santero de San Saturio

Hay todavía un texto (y más que deben de haber que se me escapen) del ya citado Gaya Nuño, en el que el santero de San Saturio decide recorrer toda Soria con el objetivo de crear un sindicato o colegio profesional de santeros. Su primera visita le lleva al extremo más pobre y apartado de la provincia, a la ermita de Nuestra Señora de Tiermes, y cuando se refiere a Montejo lo “apellida” de Liceras:

"Aquí debo anotar, dolidamente, un considerable fracaso, al que me llevó mi espíritu de solidaridad para con los colegas. Pues entendí que todos los santeros y ermitaños de la provincia deberían es¬tar sindicados, o agremiados, o colegiados, reuni¬dos, en fin, de alguna suerte, para que nuestras glorias y nuestras desdichas fueran comunes, para que nadie pordiosease en nombre de ningún santo
sin llevar caja con estampa. Digan si la empresa no era justa. Pero el individualismo celtibérico me hizo fracasar, y fue de la siguiente manera:
Cuando se vinieron las primeras heladas, no qui¬se aguardar. Pensé en todos los pobres santeros de la tierra, acaso sin lumbre, sin leña y sin aceite. Acordéme de los más necesitados y me tracé itine¬rario. No sin esfuerzo, pude llegar hasta Montejo de Liceras y desde allí, andando, a la ermita de Nuestra Señora de Tiermes. Por estos andurriales, los santeros no gastan sayal, de modo que a mí tomáronme por fraile o por peregrino, y eran muchas las ancianas y mozas que se vinieron a be¬sarme la mano, y yo me sotorreía de tanta simpli¬cidad. Acudí al santero de Tiermes, que no vestía sino andrajos; me di a conocer como compañero suyo, y le hablé del proyectado sindicato. Era este compañero algo tardo y mostrenco, porque el ham¬bre se le iba comiendo vivo, igual que a su mujer e hijos, quienes no sé ni cómo se sustentaban, pues, a lo que pienso, aquella tierra no da sino ruinas.
-Bueno, y, ¿no recibes propinas?
-¿Qué cosa son propinas? -preguntó a su vez el desdichado.
- A modo de limosnas, pero limosnas que no hay que pedir, sino que dan los fieles por voluntad, en cuanto les enseñas el altar de la Virgen, o cuando cuelgas el bracito de cera en memoria del niño que sanó de paralís.
- Pues qué voy a recibir yo, ¡desgraciado de mí- No tengo sino una faneguilla de cebada para todo el año, y así como cuatro celemines de trigo. Hoga¬ño comimos dos meses con ciertas meriendas que nos dieron, por favor, unos señores que vinieron a ver el castillo -con lo que significaba el cuitado las ruinas de Termancia - y no iría mal el año si fueran para mí las perras que se recogen el día de la Virgen. Pero el año pasado, que vinieron gentes hasta de Campisábalos y Galve, de la parte de Atienza, se había reunido una milenta de perras gordas y pesetas. Bueno, pues el señor cura, al acabar la función, las cogió, las puso en un mo-nedero, lo lió, y hasta otro año. Nada nos queda a los desgraciados.
"Alma bienaventurada -dije para mi sayo-, y cómo te mereces estar en tu ermita, no de santero, sino en el mismísimo altar mayor!" Entonces le ex¬pliqué mis propósitos, y cómo de ellos no saldrían sino beneficios, y nadie nos vejaría, y de la caja común que habíamos de hacer todos los santeros, pobres y ricos, para caso de una enfermedad, o para comprar borricas a los más ancianos, que sólo pu-dieran malvalerse, y para pasar les pensión si se baldaban. Saqué un impreso de adhesión y lo firmó con letra muy bien rasgueada; Saturnino Valderrodilla, recuerdo que se llamaba."

Ibn Fortun

Ibn Fortun

A parte de las escabrosas cuestiones que puede suscitar semejante anécdota, el fragmento sobre el señor obispo abre un tema no menos peliagudo, como es el de la denominación de Montejo, actualmente llamado de Tiermes, y hasta 1960 conocido como Montejo de Liceras. Y es que Montejo y Liceras son pueblos vecinos, y como tales, pueblos rivales. Inocente Andrés se remonta a las fuentes musulmanas para encontrar las primeras referencias: “Ibn Fortun dio su nombre a las Liceras que en los documentos medievales más antiguos que se conservan en la diócesis de Sigüenza, reciben los nombres de Liceras de Fortún, Liceras de Torre Montejo y Torre Suso o Torre Fortúnez.” De esta antigua denominación tomaría su nombre el Sexmo de Valdeliceras que comprendía Montejo, Cuevas de Ayllón, Liceras, Noviales y Torresuso.

El señor obispo

El señor obispo

A continuación el segundo texto que reúne Inocente García de Andrés:

Un obispo murió en Montejo

"A pesar de lo muy delicado de su salud y de que el tiempo era desapacible, salió en Mayo de 1854 a Santa Visita Pastoral. Estando en Montejo de Liceras le repitió la pulmonía con tanta violencia que al segundo día (..) entregó su alma al creador a las seis de la tarde del día 31 de mayo de 1854 (...) su corazón y vísceras yacen en Pendueles, diócesis de Oviedo donde había nacido, su cerebro en Montejo de Liceras donde falleció haciendo Santa Visita Pastoral". (MINGUELLA, Historia de la Diócesis de Sigiienza, tomo 3°, p.221-222. Véase también, en Montejo, la inscripción en el presbiterio de la Iglesia.

La Invasión francesa de 1808

La Invasión francesa de 1808

A raíz de un post que publicó la pulga hace ya algunos meses, recordé que tenía un opúsculo redactado por Inocente García de Andrés. En él se relataba un pequeño episodio de la invasión francesa de 1808 que tuvo como escenario las tierras de Tiermes y concretamente a Montejo como lugar de refugio para una comunidad de religiosas. Lo transcribo tal cual:

La Invasión francesa de 1808: los grandes hechos nacionales repercuten en los pueblos pequeños.

(Se puede leer el relato completo en la publicación de Matías Fernández Garda, Ayllón. Algunas pinceladas históricas publicado por la Caja de Ahorros de Segovia, 1977)

Las religiosas abandonaron su querido convento nueve días antes de la invasión de Ayllón por parte de los franceses, exactamente el día 19 de noviembre. La razón de obrar así fue el haber llegado a sus oídos los muchos desmanes, robos sacrílegos y violaciones, perpetrados por los soldados enemigos sin respetar las clausuras religiosas, y como Ayllón era pueblo de paso forzoso hacia Madrid y por evitar tales peligros, no dudaron aquellas mujeres en dejar sus clausuras y retirarse a los pequeños pueblos apartados de los caminos importantes.

"Fuimos a Montejo a pie, menos unas religiosas que había enfermas; llovía mucho y no se puede saber los muchos trabajos que padecimos, estuvimos en dicho pueblo 3 días (...) Éramos 23 Monjas. A Montejo dicen que iban los franceses y tuvimos que fugar a Grado (...) a Villacadima (...) Galve (...) hasta que pareció conveniente volvernos a Montejo otra vez. Los peligros que en esta vuelta tuvo toda la comunidad de perecer no los puedo yo explicar, fue todo el día un continuo milagro el no morir todas las monjas, porque salimos de Galve en el peor día que ha hecho desde que Dios creó los tiempos. Nos trajeron por donde llaman Sierra Pela, íbamos en 5 o 6 carretas, y era tanta la intemperie del día que no se veía ni el cielo ni la tierra de la nieve y ventisca y hielo (...) llenos de humedad. Seguimos en dicho pueblo tres meses (...) la casa era de Antonio de Pablo, nos cedió la mitad (...)"

Mohamed Chukri

Mohamed Chukri

Rostros, amores, maldiciones. Debate, 2003.

"No hay viaje" (fragmento):

En 1993 visité Nador más de medio siglo después de la hambruna que nos llevó a emigrar en masa.
Recuerdo nuestra casa casi en ruinas, las aves de rapiña dando vueltas en el cielo, mientras nosotros nos disponíamos a tomar el camino de la emigración, a pie hasta Tánger, árboles sin vida y los rostros sombríos de los niños y de los adultos desfigurados por la miseria de la sequía. Tenía entonces siete años.
En vano intentamos encontrar a alguien que recordara a algunos de los tíos de mi padre en el pueblo cercano a Suk Ahad Beni Chiker. Mi madre procedía del pueblo de Arhuaanen. Un anciano, guardián de la mezquita del pueblo, parecía acordarse vagamente de una familia que había emigrado en aquella época, pero dudaba tanto que pensé que quizá no era aquel el pueblo que estábamos buscando. Y para alegrarme, intenté convencerme de que en efecto no lo era. Me habían hablado tanto en mi niñez de aquella aldea. Y allí no había nada. De todos los que emigraron ninguno había vuelto para recuperar sus raíces, su vivienda e instalarse. Los que vuelven solo lo hacen por su relación con la tierra (pues se considera una deshonra venderla) y para estrechar los lazos familiares con los parientes que quedan aún vivos, visitar a sus muertos y luego volver a su lugar de emigración, con el corazón sosegado porque no lo han maldecido, ni los vivos ni los muertos. El anciano hablaba sin ningún atisbo de lamento. Uno de mis acompañantes me dijo:
-¡Sentirás sin duda nostalgia ... !
-En absoluto. Solo estoy sorprendido de haber nacido aquí.
Me gustó su respetuoso silencio a pesar de mis palabras.
Íbamos a enzarzamos en una discusión que malograría los momentos que me quedaban de este viaje espléndido de haber continuado analizando la nostalgia verdadera y la falsa. i Cómo se puede sentir nostalgia por un lugar si no hay un recuerdo íntimo de él! En ese instante lo real se fundió con lo imaginario y supe que jamás volvería en busca de mi lugar de nacimiento. Quizá no nací allí. Ni siquiera la ilusión de la nostalgia me tentó para buscar ese lugar nublado y perdido. Quizá fui niño allí y ya no significa nada para mí el «allí».
La aldea está casi despoblada. A lo lejos, unas higueras.
Las praderas cubiertas de bruma. Unos jóvenes fuman junto a un muro en ruinas. Casas pequeñas sin color. Nos miran con curiosidad, interrogantes. Una pandilla de niños se detuvo un instante y luego siguieron jugando, saltando a pídola, por encima de uno de ellos, encorvado. Solo una espectadora: una niña descalza. Sentí una congoja que me encogía el corazón y les manifesté mi deseo de regresar a Nador. Mis acompañantes parecieron entender mi turbación desde que empezamos a buscar las raíces perdidas de la familia de mi padre. La miseria anida en el pueblo casi abandonado. ¡Hoy casi parece ayer!

Lluvia de estrellas

Lluvia de estrellas

Antonia y Xavi son la pareja que discutían sobre cuál era el cielo más limpio, más estrellado, si el de las altas montañas o el de los planos desiertos. En el fondo la respuesta es lo de menos, como también lo es llegar al final de un viaje, por eso ellos se van sin billete de vuelta y sin esperar encontrar un lugar en el mundo, porque el mundo entero es un buen lugar para vivir cuando lo llevas en el corazón.

http://castanedasway.blogspot.com/

Un lugar en el mundo

Un lugar en el mundo

Antes de la experiencia de Ibort, y sin relación aparente, Irene me había regalado Entre limones: historia de un optimista, una novela autobiográfica de un inglés, Chris Stewart, que se embarca junto a su mujer en la odisea de dejarlo todo para irse a vivir a la Alpujarra granadina, y no a cualquier pueblo pintoresco, sino a un cortijo prácticamente inaccesible, sin agua ni luz, pero con preciosas vistas. La novela está escrita años más tarde, desde el éxito de la aventura, y rezuma esa dosis de humilde arrogancia que otorga la satisfacción de haber cumplido los propios sueños pese a los obstáculos encontrados.
El cemento es tan áspero, y por extensión lo es también la existencia (porque mi existencia, por más que insista en alargar mis ojos a la Arcadia Termantina, tiene un decorado de hormigón y asfalto), que la tentación de imaginar paraísos naturales es demasiado poderosa. Es tan fácil dejarse llevar por los sueños, con que un día encontraremos un lugar en el mundo, que la nostalgia se vuelve del revés y nos encontramos mirando hacia el futuro atisbando entre las brumas.
El protagonista de la Fruta del tiempo cree que los deseos que se piden cuando vemos una estrella fugaz, no se cumplen porque sí, hay que ir a buscarlos. ¿Dónde? Le pregunta Eva. Del otro lado. Las estrellas, y nuestros sueños con ellas, caen en el hemisferio donde no nos encontramos. No podemos esperar que se cumplan por sí solos, hay que ir a buscarlos.


Pero lo más importante, es que he encontrado con quien quiero buscarlos.

La voz de la Tierra

La voz de la Tierra

En realidad, en la cultura aborigen el didge no tiene una relevancia tal como para dedicarle un encuentro en exclusiva, el didge es sólo un instrumento de acompañamiento, el verdadero protagonista de cualquier ceremonia es el song-man, depositario de la historia del clan (una especie de griot en la cultura mandinga) que se dedica a narrarla a través de canciones mientras que los segundos en importancia, los bailarines, ejecutan su danza al ritmo de las bilmas (instrumento de percusión a menudo en manos del mismo song-man). El didge, detrás, les acompaña con la voz de la tierra. Las canciones narran la mitología de sus dioses, las raíces de su clan, o incluso la morfología de las tierras por donde su nomadismo les ha conducido a lo largo de la historia. Individualmente cada canción puede durar tres minutos, pero ensambladas en sus diferentes ciclos pueden durar días enteros.
Fueron tres días de talleres, actuaciones, jams y juegos. Nadie cantaba ni bailaba, y vistos desde fuera debíamos de parecer una secta incluso a ojos de los mismos aborígenes australianos, y sin embargo, las historias que nos explicaron Aurelio y los suyos tenían la magia de los sueños que no llegan a desvanecerse.

El arte del encuentro

El arte del encuentro

Por si la historia fuera poco bizarra en sí misma, descubrimos Ibort a través de la música. Los aborígenes de Australia dicen que si la madre Tierra tuviera voz, sonaría como un didgeredoo, y de ser así, durante aquel fin de semana la tierra habló mucho, vaya que si habló… Dicen de la parte de Berlangaque la vida es el arte del encuentro, por eso me gustó el matiz que introdujo Eduardo, aquello no era un festival, era un encuentro, un didge-encuentro. Durante tres días al año Ibort es la sede de un encuentro nacional de didgeredoo, ese instrumento de los aborígenes australianos que no es más ni menos que una rama de eucalipto vaciada por las termitas.

Angelitos negros

Angelitos negros

Más adelante, nos dijo Aurelio, quieren restaurar las pinturas del techo, más antiguas que el rocódromo, pero de no más que un siglo de vida, y sin embargo poseedoras de un raro encanto. La historia no está del todo clara, pero parece que de Ibort salió un vecino que quiso hacer las Américas, y aunque a su regreso no lograra levantar la economía del pueblo, se empeñó en restaurar la iglesia y pagó a un pintor para que iluminara las bóvedas del techo. Nada sabemos del petate con el que salió de Ibort, ni de los baúles que trajo de vuelta, pero las pinturas desvelan que la música del otro lado del Atlántico le llegó a un lugar profundo del corazón, porque uno de los frescos representa a dos angelitos tocando los clarines sobre una nube, los angelitos negros de Machín.

La insoportable levedad del ser - I

La insoportable levedad del ser - I

La asociación ‘los cuculos’ articula todas las actividades, que no son pocas, y tienen la sede social en la antigua escuela. La carretera lleva un año asfaltada, así que un autobús recoge a los niños para levarlos al colegio en Sabiñánigo. Y es que uno de los milagros de Ibort es contar con 10 niños de entre una población de 35 habitantes. El resto del milagro es ver cómo han reconstruido las casas, respetando la arquitectura y los materiales originales.
La iglesia era lo único que aguantaba cuando llegaron, aunque este agosto tienen pensado montar un campo de trabajo para rehacer la entrada y levantar los muros de la plaza que se han venido abajo.

II

II

No es lugar de culto desde que la diáspora vaciara el pueblo de almas, y quienes lo repoblaron utilizan el lugar como local social. Lo que unió en un principio a la mayoría de los 35 habitantes de Ibort es el montañismo, y ni cortos ni perezosos decidieron cubrir las paredes de la capilla con un rocódromo donde entrenar.

y III

y III

La pared más espectacular es la del altar mayor, porque está decorada con el graffiti de un escalador trepando al cielo, un retablo laico que también aspira a la espiritualidad.

Ibort

Ibort

Ibort no tendría nada de especial tan solo por ser uno más de entre la docena de pueblos abandonados en nuestro país. Lo que hace especial a esta aldea es que después de que la hiedra empezara a roer la piedra, un grupo de jóvenes decidiera establecer allí su hogar robándole el botín al olvido.
Ibort se encuentra en pleno Pirineo Aragonés, lo que significa que los inviernos son especialmente duros. Los últimos ancianos que resistían se acabaron trasladaron a tan solo 7 kilómetros, al vecino Sabiñánigo, donde una residencia les ofreció todos los servicios y comodidades que el pueblo ya no les podía proporcionar. Carmen asegura que cuando vuelven por sus antiguas tierras no hay resquemor en sus miradas, las casas –o lo que de ellas quedaba- fueron compradas, por lo que los antiguos propietarios no pueden quejarse de ‘ocupación’ alguna, y se lo miran todo entre escépticos y nostálgicos, pero contentos al fin y al cabo de que el bosque no se haya comido los caminos y la iglesia no se haya venido abajo.


Trébede

No es justo, joder.
Me van a perdonar, pero hoy me calzo los zapatos de niño y me pongo a patalear. Porque no es justo, joder. A Trébede lo tenían castigado en Radio 3. Es un programa incómodo, como una piedra en el zapato, zapato de adulto. Una piedra que apostaba por la música folk de los pueblos de España y por su patrimonio cultural y ecológico con una vehemencia que en más de una ocasión le había traído problemas. A Iñaki Peña le importaba un huevo de pato el color del alcalde si merecía que le pusieran de vuelta y media. Por si fuera poco, que recuerde fue el único periodista de los medios públicos que no se mordió la lengua con lo de Irak. Ahí le llegó la primera factura. Su programa desapareció de la parrilla. Volvió al tiempo y hasta día de hoy. Eso sí, de las dos horas matinales en fin de semana le han dejado media hora de los laborales, en plan sándwich de 20’30 a 21. Media horilla en la que tiene que hacer equilibrios para meter todos los contenidos. Piruetas entre él y el Holandés Errante, el técnico de sonido que el acompañaba. Pero lo mejor de todo es que nunca dejó de apuntar bien alto, y mejor aún, que pese a las suciedades de las que hablaba, nunca se le ensuciaba la lengua, porque no olvidaba la belleza. Sin hacerse el mártir, sin amargarse, siempre con un tono creativo, responsable y optimista, y unas palabras que eran, que son, invitación a la vida.
Y ahora se lo cepillan. No es justo, joder. No es justo.

Gracias, Iñaki.


La ética...

La ética...

Una bonita frase de un buen libro que le va que ni pintada a mi jefe:

"La ética es el tema preferido de los sinvergüenzas." del libro Les Raons de Venus de Xavier Roca-Ferrer

Pues eso.

y después retomo lo de las brujas y el maligno.