Blogia
Tiermes

Con los ojos abiertos

La constelación del fracaso - IV

La constelación del fracaso - IV

BAR

Llegan con los hombros curtidos. Empiezan temprano,
la mano fuerte que aprieta, la palmada en la espalda.
Como estás campeón, ponme una copa. Todos tienen una
historia que contar, todos tocaron la gloria con la pun-
ta de los dedos. Pero luego los hijos, la mala suerte y
esa gente que no tiene palabra
. Aquí se detienen a tomar
fuerzas para subir a casa. Los más jóvenes aún confían
en las oportunidades, el resto sobrelleva como puede los
minutos de la basura.

Pablo García Casado. Dinero. Barcelona: DVD ediciones, 2007

La constelación del Fracaso - III

La constelación del Fracaso - III

A Pablo García Casado lo había conocido entre tapas y poesía durante la presentación del número 2 de Perfil del aire, en Córdoba. Aunque conocer es un verbo muy amplio y difuso. Él estaba sentado tras una mesa y hablaba de la revista, yo tomaba una cerveza y escuchaba entre el resto de la gente.
Apenas unos meses antes mi amigo José me había pasado El Mapa de América, y me chocó que la amarga exactitud de su pluma se hiciera carne en un individuo majete y sencillo que parecía estar más preocupado por el olor de la caca de su hijo recién nacido, que por el perfume de las musas. Más tarde, en Barcelona, asistí a un recital suyo, y al acabar le estreché la mano que me supo igual humana de cómo recordaba. Después nada.
La semana pasada entré a Documenta, una de esas librerías de referencia en la ciudad. Buscaba un libro para regalarle a Rubens por su cumpleaños, el día 1 de enero, nada más sonar las campanadas. Hacía poco me había hablado de su último descubrimiento, la voz de Kapucinsky a través de Ébano, así que no dudé en comprarle los Viajes con Herodoto. Pero claro, entrar a una librería y salir ileso es tarea imposible, así que me entretuve entre estantes y mesas de novedades.
Ahí estaba Dinero, el último libro de Pablo García Casado.

La constelación del Fracaso - II

La constelación del Fracaso - II

Volviendo al Fracaso, la segunda miga de pan, o la segunda estrella de la constelación, la encontré en la cabecera del Mundo, como si el titán Atlas llevara una diadema con una inscripción grabada. Fue este último 29 de diciembre, los quiosqueros del barrio se habían aliado para tomar los mismos días de vacaciones y tuve que andarme desde el mercado de santa Caterina hasta el del Borne y de allí a la catedral, para acabar en el de la Via Laietana, que fue el primero que había encontrado abierto pero que deseché, iluso de mí, porque no tenían el País y yo quería leer el Babelia. Así que cuando volví con las orejas gachas y el quiosquero me sonrió, me tuve que quedar con el Mundo porque a esas alturas no quedaba ni la Vanguardia.

Y allí estaba, por encima del titular, una cita que da la razón a JMA de Caltojar:

“Un fracasado es un hombre que ha cometido un error y no es capaz de convertirlo en experiencia” (E. Hubard)

La constelación del fracaso - I...

La constelación del fracaso - I...

Pulgarcito tiene múltiples maneras de decir las cosas. No siempre marca el camino para saber volver a casa, a veces deja migas de pan sin relación aparente, y eres tú el que descubres, por arte de magia, una constelación nueva en el firmamento, una isla de San Borondón.
Hace unas semanas aparqué el coche en la calle Petrarca. El coche iba a pasarse una temporada sin que lo moviera, así que busqué alguna referencia para acordarme del lugar. Cerré la puerta, alcé los ojos y leí el rótulo que anunciaba el nombre del bar más cercano, El Fracaso, imposible de olvidar, me dije.
He vuelto a coger el coche, y he vuelto a pasar delante del bar. Está cerca de la casa de Irene, así que paso con frecuencia, y siempre me sonrío ante el derroche de humor con el que el amo del local bautizó a su bar, sin miedo a ausentar a la clientela ni a llamar a la mala suerte, como salido de una canción de Sabina.

Trazas una línea...

Trazas una línea...

14 kilómetros


"Seguirán viniendo y seguirán muriendo, porque la historia ha demostrado que no hay ningún muro capaz de contener los sueños."
Rosa Montero

Mohamed Chukri

Mohamed Chukri

Rostros, amores, maldiciones. Debate, 2003.

"No hay viaje" (fragmento):

En 1993 visité Nador más de medio siglo después de la hambruna que nos llevó a emigrar en masa.
Recuerdo nuestra casa casi en ruinas, las aves de rapiña dando vueltas en el cielo, mientras nosotros nos disponíamos a tomar el camino de la emigración, a pie hasta Tánger, árboles sin vida y los rostros sombríos de los niños y de los adultos desfigurados por la miseria de la sequía. Tenía entonces siete años.
En vano intentamos encontrar a alguien que recordara a algunos de los tíos de mi padre en el pueblo cercano a Suk Ahad Beni Chiker. Mi madre procedía del pueblo de Arhuaanen. Un anciano, guardián de la mezquita del pueblo, parecía acordarse vagamente de una familia que había emigrado en aquella época, pero dudaba tanto que pensé que quizá no era aquel el pueblo que estábamos buscando. Y para alegrarme, intenté convencerme de que en efecto no lo era. Me habían hablado tanto en mi niñez de aquella aldea. Y allí no había nada. De todos los que emigraron ninguno había vuelto para recuperar sus raíces, su vivienda e instalarse. Los que vuelven solo lo hacen por su relación con la tierra (pues se considera una deshonra venderla) y para estrechar los lazos familiares con los parientes que quedan aún vivos, visitar a sus muertos y luego volver a su lugar de emigración, con el corazón sosegado porque no lo han maldecido, ni los vivos ni los muertos. El anciano hablaba sin ningún atisbo de lamento. Uno de mis acompañantes me dijo:
-¡Sentirás sin duda nostalgia ... !
-En absoluto. Solo estoy sorprendido de haber nacido aquí.
Me gustó su respetuoso silencio a pesar de mis palabras.
Íbamos a enzarzamos en una discusión que malograría los momentos que me quedaban de este viaje espléndido de haber continuado analizando la nostalgia verdadera y la falsa. i Cómo se puede sentir nostalgia por un lugar si no hay un recuerdo íntimo de él! En ese instante lo real se fundió con lo imaginario y supe que jamás volvería en busca de mi lugar de nacimiento. Quizá no nací allí. Ni siquiera la ilusión de la nostalgia me tentó para buscar ese lugar nublado y perdido. Quizá fui niño allí y ya no significa nada para mí el «allí».
La aldea está casi despoblada. A lo lejos, unas higueras.
Las praderas cubiertas de bruma. Unos jóvenes fuman junto a un muro en ruinas. Casas pequeñas sin color. Nos miran con curiosidad, interrogantes. Una pandilla de niños se detuvo un instante y luego siguieron jugando, saltando a pídola, por encima de uno de ellos, encorvado. Solo una espectadora: una niña descalza. Sentí una congoja que me encogía el corazón y les manifesté mi deseo de regresar a Nador. Mis acompañantes parecieron entender mi turbación desde que empezamos a buscar las raíces perdidas de la familia de mi padre. La miseria anida en el pueblo casi abandonado. ¡Hoy casi parece ayer!

Lluvia de estrellas

Lluvia de estrellas

Antonia y Xavi son la pareja que discutían sobre cuál era el cielo más limpio, más estrellado, si el de las altas montañas o el de los planos desiertos. En el fondo la respuesta es lo de menos, como también lo es llegar al final de un viaje, por eso ellos se van sin billete de vuelta y sin esperar encontrar un lugar en el mundo, porque el mundo entero es un buen lugar para vivir cuando lo llevas en el corazón.

http://castanedasway.blogspot.com/

Un lugar en el mundo

Un lugar en el mundo

Antes de la experiencia de Ibort, y sin relación aparente, Irene me había regalado Entre limones: historia de un optimista, una novela autobiográfica de un inglés, Chris Stewart, que se embarca junto a su mujer en la odisea de dejarlo todo para irse a vivir a la Alpujarra granadina, y no a cualquier pueblo pintoresco, sino a un cortijo prácticamente inaccesible, sin agua ni luz, pero con preciosas vistas. La novela está escrita años más tarde, desde el éxito de la aventura, y rezuma esa dosis de humilde arrogancia que otorga la satisfacción de haber cumplido los propios sueños pese a los obstáculos encontrados.
El cemento es tan áspero, y por extensión lo es también la existencia (porque mi existencia, por más que insista en alargar mis ojos a la Arcadia Termantina, tiene un decorado de hormigón y asfalto), que la tentación de imaginar paraísos naturales es demasiado poderosa. Es tan fácil dejarse llevar por los sueños, con que un día encontraremos un lugar en el mundo, que la nostalgia se vuelve del revés y nos encontramos mirando hacia el futuro atisbando entre las brumas.
El protagonista de la Fruta del tiempo cree que los deseos que se piden cuando vemos una estrella fugaz, no se cumplen porque sí, hay que ir a buscarlos. ¿Dónde? Le pregunta Eva. Del otro lado. Las estrellas, y nuestros sueños con ellas, caen en el hemisferio donde no nos encontramos. No podemos esperar que se cumplan por sí solos, hay que ir a buscarlos.


Pero lo más importante, es que he encontrado con quien quiero buscarlos.

La voz de la Tierra

La voz de la Tierra

En realidad, en la cultura aborigen el didge no tiene una relevancia tal como para dedicarle un encuentro en exclusiva, el didge es sólo un instrumento de acompañamiento, el verdadero protagonista de cualquier ceremonia es el song-man, depositario de la historia del clan (una especie de griot en la cultura mandinga) que se dedica a narrarla a través de canciones mientras que los segundos en importancia, los bailarines, ejecutan su danza al ritmo de las bilmas (instrumento de percusión a menudo en manos del mismo song-man). El didge, detrás, les acompaña con la voz de la tierra. Las canciones narran la mitología de sus dioses, las raíces de su clan, o incluso la morfología de las tierras por donde su nomadismo les ha conducido a lo largo de la historia. Individualmente cada canción puede durar tres minutos, pero ensambladas en sus diferentes ciclos pueden durar días enteros.
Fueron tres días de talleres, actuaciones, jams y juegos. Nadie cantaba ni bailaba, y vistos desde fuera debíamos de parecer una secta incluso a ojos de los mismos aborígenes australianos, y sin embargo, las historias que nos explicaron Aurelio y los suyos tenían la magia de los sueños que no llegan a desvanecerse.

El arte del encuentro

El arte del encuentro

Por si la historia fuera poco bizarra en sí misma, descubrimos Ibort a través de la música. Los aborígenes de Australia dicen que si la madre Tierra tuviera voz, sonaría como un didgeredoo, y de ser así, durante aquel fin de semana la tierra habló mucho, vaya que si habló… Dicen de la parte de Berlangaque la vida es el arte del encuentro, por eso me gustó el matiz que introdujo Eduardo, aquello no era un festival, era un encuentro, un didge-encuentro. Durante tres días al año Ibort es la sede de un encuentro nacional de didgeredoo, ese instrumento de los aborígenes australianos que no es más ni menos que una rama de eucalipto vaciada por las termitas.

Angelitos negros

Angelitos negros

Más adelante, nos dijo Aurelio, quieren restaurar las pinturas del techo, más antiguas que el rocódromo, pero de no más que un siglo de vida, y sin embargo poseedoras de un raro encanto. La historia no está del todo clara, pero parece que de Ibort salió un vecino que quiso hacer las Américas, y aunque a su regreso no lograra levantar la economía del pueblo, se empeñó en restaurar la iglesia y pagó a un pintor para que iluminara las bóvedas del techo. Nada sabemos del petate con el que salió de Ibort, ni de los baúles que trajo de vuelta, pero las pinturas desvelan que la música del otro lado del Atlántico le llegó a un lugar profundo del corazón, porque uno de los frescos representa a dos angelitos tocando los clarines sobre una nube, los angelitos negros de Machín.

El perfil, el aire

Con todos ustedes el 4º número y la página web de Perfil del aire.
Que la disfruten.

BSO

BSO

Volviendo a Mongolia, y para quitarnos el mal sabor de boca, en el desierto no sólo cantaban las dunas. En el MP3 llevaba mi propia banda sonora, y aunque las espinas del Gobi no besaban, la música de Lhasa les quedaba muy bien.

He venido al desierto pa irme de tu amor
Que el desierto es más tierno y la espina besa mejor
He venido a este centro de la nada pa gritar
Que tú nunca mereciste lo que tanto quise dar.


¿Dónde tentrá que irse Marta Nebot para olvidar la cara del infame?

Mandala

Mandala

Fue en el ger de Jargal donde comimos unas pastas con el inevitable sabor a manteca, pero con la novedad de un gusto que recordaba al limón. Entramos a preguntar por la ruta porque Puyek andaba perdido en una región que desconocía pese a intentar hacernos creer que lo tenía todo bajo control. Después del ritual del té, de ofrecernos manteca y queso, de que le preguntáramos por su familia, su ganado y el estado de los pastos, nos ofreció este bocado que por lo rutinaria de nuestra dieta nos pareció delicioso. Un par de días más tarde, en la aridez de la estepa camino hacia el Gobi, encontramos unas hierbas que por el olor recordaban a la melisa y quisimos creer que era con ellas con las que aromatizaban sus pasteles. A partir de aquel momento prestamos mayor atención a las flores, aunque sin pretenderlo habría sido difícil no fijarse. Poblaban todo el territorio variando de forma y de color según la zona en la que estuviéramos, poco importaba la sequedad del terreno o la latitud en la que nos encontráramos. Una semana más tarde, cuando dejamos las dunas y encaminamos nuestros pasos hacia el norte llegamos por fin a una región elevada y arbórea. Apenas habíamos encontrado arbustos desde que dejamos Ullan Bator, así que fueron bienvenidos a nuestros ojos. Tserselerg está a 1600 metros de altitud, y nuestro destino estaba más al norte, en una zona de volcanes extinguidos con picos de más de 3000 metros. El termómetro descendió hasta los 5º y la lluvia se precipitó varias noches sobre nuestra tienda. En una ocasión encontramos unas piscinas naturales de aguas termales, y mientras nuestros cuerpos estaban sumergidos en el agua caliente, nuestras cabezas eran golpeadas por gotas de la lluvia. El verde adquirió un tono vivo salpicado de flores. Desde la ventanilla de la furgoneta parecía que avanzáramos a través de un mandala gigante de fondo verde bajo el cielo azul, en medio, mil estrellas de pétalos lilas, rosas, amarillos, rojos y blancos. Los olores no se quedaban cortos, y a cada nueva especie que encontrábamos agachábamos la cabeza para respirar su fragancia. Un manojo de la melisa mongola nos servía para distraer el olfato cuando íbamos a los pozos a coger agua entre las cabras y los camellos (¿habéis olido alguna vez sus pedos? ¡Son pestilentes!).
Pero el día más memorable fue cuando bajamos del valle donde habíamos dado con las piscinas termales. El rocío brillaba entre la hierba y el camino embarrado dificultaba la marcha. Puyek acostumbraba a tirar campo a través cuando el camino estaba peor que el terreno adyacente, pero el bosque de abetos era tan espeso que no podía internarse entre los árboles. Después de un buen rato de baches y derrapadas llegamos a un prado donde nos detuvimos para estirar las piernas. Alguien me había dicho que en Mongolia era fácil encontrar edelweiss, y Xavi me había traído una de cuando fue al Himalaya, pero no podía creer que todas aquellas flores blancas que me rodeaban fueran la mítica flor de la nieve. En el Pirineo y en los Alpes es difícil encontrarlas, hemos acabado con ellas, me había dicho Xavi, y allá crecían como margaritas de deseos inagotables.

Las antípodas

Las antípodas

Mientras tanto otra pareja de amigos, Ricardo e Isa, había cruzado el charco para adentrarse en la Patagonia. Habíamos cruzado varios mensajes sobre la semejanza del paisaje de camino al Gobi y el suyo de camino a Tierra de Fuego. Según una historia que explicaba Wong Kar-Wai en Happy Together, si eras capaz de llegar al faro de la punta del cono sur y susurrar al viento tus pesadillas, estas se perderían para siempre, como si cayeran por la línea del horizonte dibujado en un mapa del medioevo, abismo donde las aguas se precipitan. A miles de kilómetros de distancia, sobre la estantería del café internet donde me escribía con ellos, encontré un globo terráqueo que daba la razón a Galileo, allí descubrí que Mongolia y Argentina estaban en las antípodas la una de la otra, la suela de mis botas sobre las suelas de las mis amigos con el corazón del planeta de por medio. “por favor, avisa por ahí, que si dais todos un salto a la vez aquí habrá un terremoto” me dijo Ricardo, “no te preocupes por ello. Esto está tan despoblado y hace tanto viento que si saltaran todos se irían volando, como las águilas que nos saludan al pasar” le contesté.
El mundo al revés. En el hemisferio sur apretaba el invierno, y a nosotros nos calentaba el sol del verano. Topamos con flores en el desierto y con gaviotas en un lugar donde no han visto el mar más que en postales. Las dunas cantan y las estrellas fugaces traen malos designios. Suerte que hay tantos ovoos como estrellas, y en cada uno dejamos nuestras ofrendas.

El perro mongol

El perro mongol

Una brizna de poesía.
Al cine sólo le falta desarrollar el sentido del gusto y del olfato para llevarte directamente hasta las estepas

The cave of the yellow dog

"Ot harrod!"

"Ot harrod!"

Pero no cantaban solo las dunas. Resultó que nuestro conductor, Puyek, que no hablaba ni gota de inglés, era un magnífico cantante (además de mecánico, ligón, púgil de lucha mongol y un largo etcétera). La segunda o tercera noche que acampamos bajo las estrellas compró una botella de vodka que abrió después de cenar. Fue la noche en que aprendimos que las estrellas fugaces, en Mongolia, son un mal augurio: “ot harrod…moo!” decía mientras levantaba el dedo meñique como signo negativo. Cuando le hicimos entender que para nosotros era todo lo contrario “ot harrod… sein!” se dedicó a buscar con nosotros las estrellas que huían del firmamento. Fue esa noche cuando descubrimos que sabía cantar. Mientras conducía tarareaba canciones que el ruido del motor ahogaba nada más salir de su boca, pero en el silencio de la noche su voz resonaba con unos tintes épicos capaces de hacerte temblar. “Spanien do” (canción), nos pedía al acabar, y por mi parte le cantaba la tarara de San Cipriano, el vino que tiene Asunción o Camino a Soria de Gabinete Caligari.
Aprendimos cuatro palabras de un vocabulario mongol-español que encontré en Internet, pero después de pronunciar una frase de cortesía todo eran caras de extrañeza. Puyek, que había cogido nuestro acento de tanto escuchar equivocarnos, hacía las veces de intérprete y repetía lo que nosotros decíamos pero de modo que lo entendieran los mongoles. Después repetía lo que nos respondían y nosotros debíamos interpretar, más por sus gestos que por las palabras, lo que querían decirnos.
Después de aquella noche descubrimos que para relacionarnos con las personas del país el mejor puente era la música y el vodka, que ambos abrían los corazones y las puertas de los gers. Después, cada uno hablaba en su lengua, hacíamos dibujos o hacíamos mímica para entendernos, y lo mejor de todo es que lo lográbamos. Un elemento mágico fue el de las fotos. Una amiga me había dicho que llevara fotos de mi ciudad, de mis amigos, de mi casa, y que se las enseñara cuando estuviera con ellos en la intimidad de la tienda. En todos los gers hay dos altares, uno religioso con estampas de buda, incienso y tankas, y otro con las fotos de la familia que muestran orgullosos. Cuando sacábamos nuestras fotos se quedaban embobados mirando cada detalle, pero sin duda la que más les fascinó fue la del mar: una foto en la que salgo en la orilla intentando manejar (sin éxito, pero eso no se aprecia en la foto) una caña de pescar.

Al final del viaje Puyek me dijo que iba a venir a España para ver el mar y pescar conmigo. El viaje lo iba a hacer en una estrella fugaz.


Las dunas que cantan

Las dunas que cantan

El desierto te viene a buscar mucho antes de que llegues a él. En UB el viento parecía empeñado en acabar de derrumbar la ciudad. Sus ráfagas querían hacer volar las antenas parabólicas como cometas, y sus perdigonazos eran solo un preludio de la arena del Gobi que encendía nuestros ojos. Al poco de salir de UB la carretera se vuelve sendero y las cunetas de barro se cubren de hierba. Mil kilómetros de hierba a cada lado de la furgoneta. El paisaje es la imagen viva del escritorio de Windows: esa colina verde, ese cielo azul, esa nube blanca; pero sin el marco de la pantalla, sin la rutina acechando en cada legaña.
Pasaron tres días y tres noches hasta que avistamos las primeras dunas. El paisaje había ido cambiando sutilmente. Cada vez la vegetación más baja, el verde más áspero y el relieve más plano. En lugar de yaks, caballos y vacas, encontrábamos rebaños de ovejas, cabras y por fin, camellos. El agua de los pozos era cada vez más turbia, y la hierba raleaba en un suelo que se hacía terroso.
Por fin avistamos una raya blanca en el horizonte. Una línea que emergía del verde como una serpiente albina. Una cordillera de arena que iba ganando altura a cada joroba.
Cuando al día siguiente llegamos hasta sus barbas, allá donde la arena empieza a crecer, no dábamos crédito a lo que veían nuestros ojos. Un río dibujando meandros a los pies de las dunas. Una pradera preludiando el desierto. Flores naciendo en las laderas de las dunas y caballos pastando a su abrigo. Dunas que cantan.

El caos (o no tanto)

El caos (o no tanto)

Me jugaría algo a que la palabra ‘destartalado’ es de origen mongol. Los edificios de estética soviética persisten en su verticalidad chata mientras sus fachadas han empezado a desintegrarse. La aluminosis también debió de nacer aquí. Las aceras y la calzada se comunican por socavones como si fueran respiraderos de la cloaca. Por la noche hay que poner ojos de gato para desentrañar entre la oscuridad (alguien habló de alumbrado público?) si el siguiente paso es seguro, nos conducirá con éxito al infierno o, en su detrimento, a un esguince de tobillo. El tráfico es un caos. Para cruzar la calle es más útil saltar detrás de alguna abuela y seguir sus pasos entre el tráfico que no cesa, que esperar encontrar un semáforo. Para más inri el parque móvil tiene el aliciente de mezclar coches soviéticos (viejos y altamente contaminantes), con otros de fabricación japonesa (Japón está invirtiendo de lo lindo por esas tierras, a ver si nos vamos a creer que occidente es el único explotador-especulador del planeta), es decir, coches con el volante a la izquierda y coches con el volante a la derecha en una ciudad donde poco importa por donde vayas, lo importante es llegar a destino esquivando a vehículos y peatones como en una máquina de marcianitos. La melodía oficial de la ciudad: el claxon; el personal: viejas ataviadas con clásicos dels, muchachas con zapatos de tacón que ignoran las trampas del suelo, lamas anaranjados fumando caliqueños, jóvenes tatuados a la última, niños harapientos, vendedores ambulantes con mascarillas de quirófano para no respirar el aire viciado…

Al parecer, cuando cayó el muro y la URSS dejó de abastecer con dinero y autoridad a Mongolia, Ullan Bator se convirtió en un lugar peligroso de la noche a la mañana. Como regalo, varios años de sequía y frío extremo acabaron con el ganado de miles de ganaderos que se vieron obligados a abandonar su vida nómada y acudir a la ciudad rodeándola de barrios de barracas. Menos de 3 millones de habitantes en un país que hace 4 veces España, y la mitad amontonados en una ciudad que no tiene capacidad para ofrecerles servicios, infraestructuras ni suministros. Actualmente, sin embargo, debe de ser más fácil que te roben en la estación de Sants que en toda la ciudad de UB (menos en el mercado, pero esa es otra historia). El progreso económico se va abriendo camino con la explotación minera y con el turismo, pero el cambio de piel, como el de los reptiles, es traumático a la fuerza.

Más tarde, cuando salimos de la ciudad y llegamos a relacionarnos con familias nómadas, ancladas al suelo lo que duran los pastos, tuvimos la sensación de que el orden estaba perfectamente delimitado en el círculo de sus gers, una tienda orientada al sur y una claraboya a las estrellas. Fuera, el espacio infinito, horizonte de olas detenidas para ser cabalgadas.


Contando estrellas

Contando estrellas

Según Antonia el mejor cielo estrellado se podía contemplar en los paisajes desiertos, llanura de silencio cuyo espejismo de arena se repetía en diminutas estrellas volátiles. Mientras que Xavi aseguraba que no había otro cielo comparable al que sujetaban las montañas a más de 3000 metros de altura.
Nosotros no habíamos visto más cielo que el de nuestras metrópolis contaminadas, así que cuando nos tumbábamos en la era del pueblo y nos dábamos un baño de estrellas creíamos estar bajo la bóveda de una mina de piedras preciosas. Nunca llegamos a contarlas todas, por lo que no puedo entrar en discusión sobre qué cielo alumbra más luces, de haberlo hecho nos habríamos quedado dormidos, como quien cuenta ovejas para invocar el sueño. Lo que sí nos contábamos eran los relatos que fragmentaban nuestra vida. Amistades cultivadas de verano en verano, dibujábamos con hebra de palabras lo que nos había sucedido el resto del año, como en aquellos pasatiempos de niño, puntos que unidos por una línea forman un dibujo, constelaciones de estrellas.
También contábamos las estrellas fugaces, agosto es proclive a ellas, y siempre teníamos deseos en los bolsillos, aunque no siempre llegáramos a tiempo de visualizarlos antes de que se extinguiera el destello en nuestras retinas.
Veinte años después y a miles de kilómetros de distancia me encontré con un firmamento que ponía en entredicho la nitidez de los cielos mesetarios. La estepa mongola está surcada por una Vía Lactea tan clara que te podrías colgar de ella y saltar de estrella en estrella sin miedo a perder asidero. Había demasiadas cosas que me llevaban de un extremo a otro de su camino. Estepa y meseta están a mil metros de altura, con un aire seco ambas que parece que tenga perfiles y te corte con sus aristas, un sol que te abrasa si te toca y te petrifica si se esconde, un horizonte cuyo final es la curva de la tierra, y un cielo que no tiene final. Tierra adentro, donde el mar es sólo una leyenda.