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Tiermes

Misere mei

Misere mei

La partitura del Miserere de Bécquer llega al narrador de la leyenda a través de un viejo legajo que encuentra en la biblioteca de un convento, aunque la historia le llega por boca de uno de los frailes, que a su vez la escuchó de un músico que creía haber escuchado todos los misereres del mundo hasta que encontró a unos pastores que le hablaron del Miserere de la montaña. Picado por la curiosidad decide acudir a las ruinas del convento pese a las advertencias de los pastores. El Miserere de la montaña es un canto sepulcral, el que entonaban los hermanos en el momento en que unos bandoleros sin escrúpulos entraron a degüello en el convento para saquearlo, incendiarlo y matarlos a todos. Sus almas, truncadas en el momento en que se dirigían a Dios, continúan su canto de dolor para maravilla y escalofrío de los vivos que se pierdan por esos montes en la noche equivocada.

Las buenas leyendas borran sus huellas, su vida depende de ello, y frecuentemente intentar seguirlas es tarea estéril. Los misterios, divinos o no, son autos de fe. En cambio las palabras también tienen sus huellas, más o menos borradas, más o menos fáciles de remontar, que a veces esconden una historia...

El zapato de cenicienta (y III)

El zapato de cenicienta (y III)

El abuelo las protegía con el mismo celo, pero sin triquiñuelas de ninguna clase. Santiago lo sabía bien: con el abuelo no valían juegos. Santiago era hijo del tío Herrero, y trabajaba en la fragua, pero como en el pueblo faltaba el dinero y sobraban las labores, pasaba temporadas haciendo de mozo ayudando a mi abuelo a labrar el campo. Santiago pretendía a Victorina, la mayor de las tres hermanas, pero se guardaba de ser indiscreto y cuando comía en casa apenas la miraba. En las fiestas todo era distinto, los mozos sacaban a bailar a las mozas, eso estaba claro como el agua, aunque los mayores se lo miraran todo desde la cuesta para ver donde ponían las manos los muchachos, y comprobar que la joven guardaba las suficientes distancias. En una de estas veladas a Victorina le empezaron a doler los pies y decidió ir a casa a cambiarse de zapatos. Los abuelos no estaban a la vista, Santiago les daría confianza porque habían descuidado la vigilancia, así que se fueron para casa pensando que allá se los encontrarían. Sin embargo, al llegar todo estaba a oscuras. Victorina pasó y subió a su cuarto, Santiago había entrado tantas veces en esa casa que no se le ocurrió quedarse en la calle, así que entró al portal. Mientras esperaba descuidado se abrió la puerta y entraron precipitadamente mi abuelo y detrás la abuela. Las palabras las esgrimió ella.
- ¿Y qué haces tú aquí?
- Esperando a Victorina.
- ¿Con la luz a oscuras?
- Era sólo un momento.
- Pues para tan poco rato bien podías haberla esperado fuera.
- Disculpe, señora Amancia…

Pero Santiago apenas tenía oídos para escucharla, sólo ojos, y clavados al suelo, porque el abuelo se lo miraba con la boina calada, las cejas prietas y los ojos pequeños y encendidos. ¡Menudos humos tenía tu abuelo! rezuma Santiago cuando me explica la anécdota.
Conocí poco al abuelo. Se fue cuando yo era un niño, pero recuerdo que era chiquero, la seriedad se le debió reblandecer con los años. Jugábamos a los soldaditos en el portal de casa, sobre una mesa de madera que había labrado hacía muchos años. La abuela le sobrevivió todavía un buen tiempo, velando siempre por las buenas costumbres de sus tres hijas. Un día, en un baúl de la cámara me encontré las libretas que repartía la Sección Femenina, aunque podría decirse el modelo de educación que se practicaba por aquel entonces correspondía más a los tiempos de la República, al menos a los que retrató Lorca en la casa de Bernarda Alba.

Las 3 hermanas (II)

Las 3 hermanas (II)

Dicen que mi abuelo Higinio era callado y seriote, pero que con una mirada se hacía entender sin necesidad de palabras, sobre todo en lo que se refería a poner firmes a sus tres hijas. Amancia, la abuela, era la que tomaba la palabra, y cuidaba de las tres como si de tres joyas se tratara. Y por ese mismo amor tenía miedo de perderlas, o de que se perdieran, que no es lo mismo, pero es igual. Cuando llegaban las fiestas del pueblo le daba por limpiar la casa a fondo, y ya ves a las tres niñas con los cubos de agua y los estropajos arrodilladas por el suelo de la planta baja, del primer piso… y cuando creían que ya acababan, la abuela se acordaba de la cámara, de los cristales de las ventanas de la cámara.
- Pero madre, si esos cristales no los ve nadie más que los ratones.
- Dios lo ve todo. Arreando para arriba.
Después de pasar todas las pruebas, como si de un cuento se tratase, las niñas podían salir al baile, y esa música era un gusto para los oídos y los pies, que por fin se meneaban después de haber estado encogidos mientras fregaban el suelo. Y si dicen que lo bueno, si breve, dos veces bueno, aquellas fanfarrias debían de resultarles buenísimas, porque llegada la hora de la cena mi abuela las engatusaba diciendo que, pobrecitas, debían de andar rendidas después de tanto trabajo, que se acostaran, que en cuanto llegara la segunda parte del baile, ella subía a despertarlas para que siguieran el baile en la velada. Y las avisaba, sí, pero a la mañana siguiente.
Así un año tras otro, hasta que las niñas, que ya no eran tales, aprendieron a no quejarse: “¿Acostarnos?”, decía una. “¿Cansadas?”, añadía la otra. “Descuide madre, que nos ha criado fuertes”, acababa la tercera.

Un lavabo de madera (I)

Un lavabo de madera (I)

Hasta el año 1973 no canalizaron el agua del manadero de Pedro, y por consiguiente, hasta entonces el agua estaba en la fuente, sin más cañerías que botijos, cubos y cualquier otro recipiente que se pudiera cargar hasta casa. Los orinales no eran piezas más o menos grotescas de un museo etnológico, eran el excusado portátil donde los vecinos evacuaban. Antes de que yo naciera mi hermano ya había aprendido a sentarse en el lavabo de casa, allá en Barcelona, por lo que los modos del pueblo le contrariaban. Por suerte, mi abuelo Higinio, el abuelo materno, era un manitas con la madera. No tenía oficio de carpintero, sino de labrador, y no tenía buenas herramientas, pero igual que labraba la tierra, labraba la madera. A la que encontraba un rato libre y un tarugo de encina que le inspirase, lo salvaba de la hoguera como quien indulta a un reo a un paso del cadalso. Un rodillo para amasar el pan, una mesa pequeña para jugar a las cartas, un caballo de palo, cualquier cosa salía de su navaja. Cuando vio al nieto en tales tesituras se puso manos a la obra. Había visto los lavabos modernos en las casas de sus hijas, unas en Madrid, la otra en Barcelona, y sabía lo que eran: sillas con un agujero. Así que cortó unos troncos, los unió con travesaños y les plantó encima una madera a la que previamente había practicado un agujero. Juan Carlos, mi hermano, podía ir al baño sin desaprender lo que había aprendido en Barcelona, sólo tenía que bajar a la cuadra y sentarse en la sillita que le había hecho el abuelo. Pero hay detalles que no escapan a la perspicacia de un niño, y después de hacer uso del trono, buscaba la cadena, y claro, no la encontraba.

oé oé oé oé eé!!!!

oé oé oé oé eé!!!!

Que se echene a temblar Shuster, Laporta y cada figura de esta Liga de estrellas. El Numancia vuelve a Primera, y esta vez, para quedarse (bueno, al menos un añito..)

Oé oé oé oé oé!!!!

La Fruta del tiempo

La Fruta del tiempo

"Si pones un termómetro para marcar las páginas de un libro, el
mercurio atrasará o adelantará según las sensaciones térmicas de tu
lectura. Andrejz y Eva acercaron sus labios para conocer la temperatura
exacta el uno del otro. Mientras la fruta maduraba ellos deshojaron la
margarita de sus sueños en cada gajo de mandarina.
No hay mecanismo
más asombroso que el corazón, pero tampoco tan impreciso."

Le ha costado madurar, pero por fin ha caído de la rama. Os presento La Fruta del tiempo.

¡Buen provecho!

Del románico al parque eólico - y IV

Del románico al parque eólico -  y IV

"Las que sí que viven, ¡y no poco!, son las encinas mastodónticas, alguna de más de 800 años de edad, de Valderromán, aldea que se deja a mano izquierda según se avanza hacia naciente por la falda de la sierra, camino de Tarancueña. Aquí, en la Tarankunya de las crónicas sarracenas, nace el sendero más bello de la comarca, que permite plantarse en un par de horas en la vecina Caracena -un puente medieval, un castillo, dos iglesias románicas y 11 vecinos- caminando por el cañón del río Adante, un paraje de soledad 10 en la escala Robinsón, sólo mitigada por los buitres que hacen guardia en los acantilados.
Tampoco se ven multitudes en Retortillo de Soria: sólo cuatro ancianos sentados al sol que rebota en el frontón, mirando los muros caídos de su patria chica, que debieron de ser magníficos a juzgar por las dos puertas que quedan en pie. Por Retortillo, cuando Castilla aún era joven, pasó con doce de los suyos Ruy Díaz de Vivar, para acto seguido cruzar la sierra en pos de Miedes de Atienza, ya en territorio moro. Diez siglos después, lo único que ha cambiado en este puerto sin nombre ni tráfico, por el que se vuelve de nuevo a la parte de Guadalajara, son los generadores eólicos que se descubren a diestra y siniestra, plantados a lo largo de toda la cresta. Al Cid, que poseía varios molinos en el río Ubierna, difícilmente le habrían placido estos que ni muelen nada ni tienen molinera."

Del románico al parque eólico - III

Del románico al parque eólico - III

"Además de iglesias románicas, la ladera guadalajareña alberga el monumento natural de la laguna de Somolinos, una charca en forma de media luna, de 300 metros de largo, orlada de carrizos y choperas, donde el recién nacido río Bornova se vuelve un espejo. Por el norte asedian el oasis varias gargantas sedientas, fantasmales, cuyos escarpes fingen proas de barcos naufragados en el remoto mar que dio origen a estas espesuras sedimentarias. Al adentrarse a pie en ellas se descubre un escenario onírico, todo piedra, todo alma. ¿Sierra de Pela? Mejor le iría Pelá.
Para ver la otra ladera, la soriana, hay que tirar por la carretera de Ayllón y tomar, entre Grado del Pico y Santibáñez, el desvío señalizado hacia el yacimiento de Tiermes, las fabulosas ruinas de la ciudad celtíbera que los romanos conquistaron en el año 98 antes de Cristo, siendo cónsul Tito Didio, y convirtieron en la Pompeya española, una animada urbe con teatro, piscinas climatizadas y mansiones de hasta 35 habitaciones, dejando el mondo cerro de arenisca en que yacen sus restos más agujereado que el decorado de Bricomanía. ¡Y pensar que hoy en esta esquina del suroeste de Soria apenas vive nadie, ni un alma por kilómetro cuadrado, menos incluso que en el Sáhara!"

foto: flickr

Del románico al parque eólico - II

Del románico al parque eólico - II

"Protegida del paso del tiempo por una burbuja invisible -probablemente del mismo jabón que eliminó de los mapas del progreso la céntrica sierra de Pela-, se conserva en Albendiego la iglesia de Santa Coloma, que es de arenisca bermeja, como casi todas las de la comarca, y cuyo elemento más llamativo es un ábside semicircular con tres altos ventanales cerrados por celosías de piedra tallada. Por estas ventanas caladas -que, más que de canteros, diríanse labor de encajeras- se cuela en la única nave una luz espectral, asaz misteriosa, aunque bastante misterio es que unos hombres se reunieran aquí cada tres horas, día sí y día también, hasta el fin de sus monótonas vidas, para loar al Creador del variado universo. Quizá por eso la Reconquista se demoró 781 años. Las llaves del templo, grandes como espetones para asar pollos, las guardan en el único bar.
Albendiego forma parte, junto con Villacadima y Campisábalos, de la llamada ruta del Románico Rural de Guadalajara. La iglesia de San Pedro de Villacadima tiene una portada con arquivoltas de decoración geométrica -insólita en el románico-, y en el interior, grandes arcos que llegan hasta el suelo. En la de Campisábalos, además de un ábside plagado de canecillos con escenas de caza y un atrio de solemnes arcos semicirculares, puede admirarse, decorando la fachada de la capilla del caballero San Galindo, una representación escultórica de los 12 meses del año con sus correspondientes faenas agrícolas. A esto, los que van de eruditos le llaman mensario."

foto: flickr

Del románico al parque eólico - I

Del románico al parque eólico - I

Hace unas semanas ’EL Viajero’ dedicó un cuidado artículo a las tierras que vertebra la Sierra Pela. Digo ’vertebra’, aunque más realista sería decir que ’divide’, porque pese a la proximidad entre las comarcas segoviana, guadalajareña y soriana que se derraman de sus laderas, no hay carreteras que unan los pueblos y las gentes de ambas caras. Para transitar de unos a otros hay que dar un rodeo inverosímil, o atreverse a pie o con caballo, como hiciera el de Vivar camino del exilio. Excursión, por otro lado, recomendable.

Este es el primero de 4 post, pero quien quiera consultar el artículo en su fuente, lo puede hacer desde este enlace:

Campos, Andrés "Del románico al parque eólico: contrastes de la sierra de Pela, la solitaria frontera de Soria y Guadalajara" en ’El Viajero’ (EL PAÍS), 22 de marzo de 2008.

"Soñamos con poder vivir en Marte, y la sierra de Pela, que es un catálogo deslumbrante de páramos y barrancos colorados, registra una de las densidades de población más bajas de nuestro planeta: 0,8 habitantes por kilómetro cuadrado. Y qué no darían muchos ricos por viajar atrás en el tiempo y, como suele decirse, mirar por un agujerito cómo era la Edad Media, en tanto que la iglesia visigótica de Pedro y la románica de Villacadima, por citar dos perlas de aquella época, se quedan no pocos fines de semana como la ratita presumida, sin que nadie las vea. Debe, pues, concluirse que nos atrae lo inaccesible y que si la sierra de Pela, en lugar de estar a una hora y media de Madrid, cayese en la cara oculta de la Luna, habría varias expediciones de la NASA en marcha y turistas rusos dispuestos a desembolsar cien millones de euros para contemplarla desde una nave orbital y gente corriente soñando con colonizar, ¡oh, felicidad!, ese mundo rojo y vacío.
La sierra de Pela -que otros dicen de Miedes, y otros, para que haya más variedad, de Atienza- es la misma que el Cid cruzó en 1081, al expirar el plazo que el rey le dio para salir de Castilla, dejando a sus espaldas la actual provincia de Soria y entrando en tierras musulmanas, cual eran entonces las de Guadalajara. Un siglo después, sin moros ya en la cresta, los agustinianos fundaron en la ladera meridional el monasterio de Santa Coloma de Albendiego, y a su calor brotaron media docena de aldeas en las que pocas cosas han cambiado desde aquellos días, ni para bien ni para mal. Hasta el vendedor ambulante que abastece semanalmente estas soledades con su camión frigorífico se anuncia soplando una trompetilla, como si fuese pregonando bulas en vez de pescadillas."

Girándula

Girándula

girándula, según la Real Academia Española.

(Del it. girandola).


1. f. Rueda llena de cohetes que gira despidiéndolos.

2. f. Artificio que se pone en las fuentes para arrojar el agua con agradable variedad.

pero la acepción que más me gusta es la que le han dado mis amigos de Córdoba, unos amigos que no me merezco de lo majos que son, todo hay que decirlo:

3. revista cultural con mucho gusto.

que ustedes la disfruten: Girándula

Portbou

Portbou

Apenas un año después de que Antonio Machado cruzara la frontera de Francia huyendo de Franco, Walter Benjamin hacía lo propio en sentido contrario. Los dos murieron al poco de dejar sus respectivos países, aunque Benjamin, alemán y judío, hacía tiempo que había abandonado Alemania encontrando en Francia no sólo refugio, sino el lugar que le inspiró sus mejores ensayos sobre Baudelaire y la modernidad. Machado habría de dejar su Sevilla natal para conocer a Leonor y a Soria, y ambos escritores perecieron como peces fuera del agua, demasiado mayores para adaptar las branquias a unas aguas que ya estaban corrompidas. En su desgracia, de algún modo Machado tuvo suerte. Se extinguió en un exilio breve, como el sol de invierno del último verso que le encontraron en el bolsillo de su gabán. Francia todavía era libre y Colliure le dedicó una tumba que todavía hoy es venerada como lugar de peregrinación. A W. Benjamin le atrapó la desesperación incluso antes que sus captores. En 1940 España ya no era España, por mucho que su nombre les llenara la boca a los que la habían desangrado. Walter Benjamin y los suyos habían cruzado la cordillera de la costa por una antigua ruta de estraperlistas. Huían a Estados Unidos con un salvoconducto, pero la policía de frontera les capturó. Dormirían en Portbou, pero a la mañana siguiente serían entregados a la policía de la Francia ocupada. Benjamin se suicidó en su habitación, tal vez adivinando que sus captores le querían a él únicamente, y al día siguiente la policía permitió que sus compañeros abandonaran el país.

Después de tres años en un nicho, su cuerpo fue arrojado a una fosa común. Lo curioso es que Walter Benjamin quería recuperar la historia sin héroes, proyectándola hacia un futuro construido a través de la memoria colectiva. A él se le ha acabado reconociendo hace pocos años con un monumento integrado en la ladera del cementerio de Portbou. Se trata de un pasaje que se interna por la montaña como un pasadizo, como el agujero que les debió quedar a sus compañeros en el alma cuando marcharon dejando atrás el cadáver de su amigo. Por las circunstancias de su muerte el pasaje me recordó al refugio antiaéreo de Poble Sec, o al boquerón de Tiermes, pero en realidad Dani Karavan ha conseguido desprender del monumento cualquier connotación siniestra. El pasadizo tiene los dos extremos bien abiertos: la boca al cielo, y el extremo final al océano, y evoca, más bien, uno de los pasajes parisinos que tanto sedujeron a Benjamin, un espacio donde sentarse a mirar el mar, reloj cuya arena son las olas.

Into the wild

Into the wild

La recomendación para ir a verla me llegó por parte de unos amigos. Ellos, mis amigos, son una pareja que dieron el salto al otro lado del charco, y algo más lejos, al otro lado de la vida, fuera del destino que vamos construyendo desde niños y que con el tiempo, si nos descuidamos, se convierte en un caparazón, y de ahí a una jaula. Dejaron sus respectivos empleos, reunieron sus ahorros y cogieron un avión hacia San Francisco. Allá compraron una autocaravana y desde hace unos meses ruedan por América convirtiendo la carretera en una alfombra voladora que levanta sus sueños. Cuento esto porque es cierto, tan cierto como la historia en la que se basa el guión de ’Hacia tierras salvajes’ (Into the wild, Sean Penn, 2007).

Alexander Supertramp es el nombre con el que Chris McCandless decide rebautizarse cuando acaba el Highschool y da la espalda a la carrera y a los planes que sus padres han trazado para él. Saca de su cuenta corriente los 24.000 dólares que tenía reservados para la universidad, los mete en un sobre en forma de cheque y los regala a una ONG con la siguiente nota: ‘dad de comer a alguien’. A partir de ahí empieza su sueño, o lo que es lo mismo, su nueva vida, en la que vulnera todas las normas de la lógica poniendo al espectador en un compromiso, haciéndole que tome partido y visualice al protagonista como un inconsciente que no considera el dolor que causa a su familia, o como una persona consecuente con sus ideales que no duda en llevarlos a cabo.

El objetivo final de su viaje es lo que él llama su gran aventura en Alaska. Ser capaz de vivir por su cuenta y riesgo, cazando, recolectando plantas salvajes, sobreviviendo, en fin, como un Robinson en un paraje inhóspito como es el norte del continente americano. El bagaje que va acumulando en su periplo de dos años conviviendo con los personajes más dispares, certifica que Chris no es un misántropo, su aventura de Alaska parece, más bien, un reto personal. El reto definitivo. El que ni siquiera se plantee avisar a sus padres, sumiéndoles en el dolor de la incógnita sobre su vida, es uno de los ejes de la película. La estable y acomodada familia a la que pertenece oculta más de lo que parece ofrecer en un principio, y la influencia de una infancia no del todo digerida juega un papel importante en los motivos que conducen al joven a actuar como actúa.

Como en todas las historias reales llevadas al cine, uno se pregunta hasta qué punto el director ha puesto material de su propia cosecha para hacer creíble el guión, o incluso para hacernos empatizar con el personaje. La novela de la que recoge el testigo fue escrita por John Krakauer y a su vez se basa en las anotaciones que dejó el propio Chris y los testimonios de las personas que le conocieron. Al margen de lo fieles a la realidad que puedan ser algunos de los momentos de absoluta soledad que vive el personaje, la historia tiene un componente de proximidad que la hace especialmente vívida a ojos del espectador. Parece que cuando hablamos de semejantes aventuras tengamos que remontarnos a viajeros de otras épocas, desfigurados por el tiempo y la historia, como personajes de los libros que acompañan al propio Chris, pero su historia, la de este muchacho de 23 años, es insultantemente cercana, ocurrió en la década de los 90, lo cual demuestra que siempre es un buen momento para embarcarse en las aventuras del alma, no importa la época, ni la edad, sino la fuerza con la que los sueños le empujan a uno.

Hay varios momentos en que la película te pone la piel de gallina. Imagino a mis amigos en una pantalla del otro lado del charco, buscándose las manos en la oscuridad del cine cuando Chris escribe en su cuaderno, allá en la soledad de su retiro, que la felicidad, para existir como tal, tiene que compartirse.

El graderío - y III

El graderío - y III

Pero todo esto venía por lo del graderío, que ya se me ha vuelto a ir la castaña. Decía que los programadores no tenían problemas a la hora de repetir las películas (bueno, de los de ahora ni te cuento), y que con tanta procesión, hostia y colonia Nenuco, uno no acababa de verlas acabar. Yo tengo la sensación de haber visto Espartaco y la Biblia tropecientas veces, pero acabarlas, lo que se dice acabarlas… pues mis dudas tengo. Aún así, la preferida por todos era Ben-Hur, con Charlton Heston dándole con el látigo a los caballos, derrapando en la arena del circo y luciendo músculo cuando Stallone y Swarzenager todavía eran enclenques proyectos de simios.
Los paisanos y los arqueólogos podían tener las dudas que quisieran, pero para nosotros estaba claro: el graderío era un circo, y después de pasar por Berlanga el Heston se había venido a dar una vuelta por Tiermes con sus cuádrigas.

El graderío - II

El graderío - II

Lo cierto es que la sabiduría popular daba por hecho que el boquerón unía Tiermes con Caracena, y la sima del cerro con el Infierno, pero nunca había escuchado tajantemente a ningún paisano hablar sobre el Graderío Rupestre. Por chocante que pareciera en eso estaban de acuerdo los paisanos con los arqueólogos. Algunos decían que eran las gradas de un circo, otros que del teatro, otros incluso que si era un merendero, pero ninguno lo afirmaba con total seguridad, y en eso echaban la culpa a los estudiosos, que no acaban de encontrar la solución. Para mí estaba claro. Cada Semana Santa los programadores de Prado del Rey se tomaban vacaciones. Tanto la uno como el UHF emitían lo mismo: que si Marcelino Pan y Vino, que si la Biblia, que si las Misas y las procesiones… Semana Santa eran la colonia Nenuco luchando contra el remolino de mis rizos, el traje de domingo y el olor a cirio y moho de iglesia. Todo el pueblo apretujado contra el frío y desafinando en armonía con el señor cura, el de la voz de oro: “y mira que canta mal, el pobre, pero él erre que erre, ¡canta todos los salmos!”, que decía mi madre.

Después estaban las procesiones donde la tía Costan tapaba con su vozarrón a la del cura, a dios gracias, los monaguillos manejaban con destreza el incensario, y Epi oficiaba la subasta para ver quién le quitaba el manto de dolor a la Virgen. Para los chavales todo eso eran rituales más o menos aburridos, lo que nos gustaba era alborotar en misa. Durante toda la semana íbamos atesorando las monedas que Emiliano nos daba de cambio cuando le comprábamos golosinas. Cuando llegaba la misa subíamos al primer piso, donde el viejo órgano dormía, y esperábamos a que el monaguillo pasara por las últimas filas, justo encima del balcón. A quien le tocara ejercer sabía que le iban a llover pesetas y duros, y más que intentar cazar las monedas al vuelo, se protegía la mollera. Una vez, en plena eucaristía, el cura le soltó un bofetón a Carlos, que hacía de monaguillo, por jugar con el plato frente la barbilla de no sé quién. Fue la hostia más sonada, en el vermú no se comentaba otra cosa. Al cabo clausuraron el piso de arriba y el órgano se acabó de quedar solo, con el gorgoteo de las palomas y su guano.

El graderío - I

El graderío - I

En el segundo número de la revista de historia ‘Nonnullus’, Joanna Matías presenta la primera parte de un estudio pormenorizado sobre el yacimiento celtíbero-romano de Tiermes. Es de acceso libre, así que podéis consultarlo al completo en esta dirección, aquí sólo destacaré lo referente al Graderío Rupestre.
El graderío es una serie de escalones escavados en la maleable roca de la zona. Se encuentra fuera de lo que habría sido el recinto fortificado de la ciudad, junto a la Puerta del Sol, donde los celtas ya celebraban los ancestrales ritos de las uvas y las campanadas (bueno, aquí igual exagero un poquito) junto al Manzanares. Como apunta el artículo, se han atribuido múltiples funciones a esta edificación: “anfiteatro, teatro, templo celtíbero, lugar de sacrificios, exhibición de cadáveres…” pero nada ha quedado del todo claro pese a las distintas campañas de excavación efectuadas in situ con las consecuentes catas arqueológicas. Todo parece indicar, apunta la autora, a que el espacio tuviera una múltiple funcionalidad, ”ante la ausencia de otros edificios de espectáculos de tipología romana, la necesidad de amplios espacios de ámbito público demandó en Tiermes la existencia de este tipo de espacio a la manera de un campus, funcionalidad ligada al desarrollo de juegos y deportes o para otras actividades lúdicas y de esparcimiento necesitadas de áreas amplias al aire libre, de las que no se excluyen aquellas conectadas con rituales religiosos. (…) [aunque] la única base cierta es que se trata de un edificio público, destinado a albergar a un número de personas, pero no se tiene definido su uso.”

Matías Cruz, Joanna. “Yacimiento celtíbero-romano de Tiermes (I)” en Nonnullus. Revista de Historia nº2. Enero-Abril 2008, pp. 11-26

El escabeche

El escabeche

Pero claro, no todas las liebres iban a ser tan listas, y alguna acabó en la cazuela. Ahí va la receta del escabeche, válida para pollo, conejo, liebre, perdiz o codorniz, según gusto y temporada. Hay quien escabecha también el cerdo, pero como el escabeche es un guiso, pero también un método de conserva muy bueno, y la carne de cerdo tiene ya muchos otros medios para durar el invierno, pues en casa no se hacía.

Trocear la pieza y poner los pedazos sobre el fondo de la olla.
Cubrirlos con dos porciones de aceite por una de vinagre (blanco).
Añadir 2 dientes de ajo enteros.
2 hojas de laurel.
Y de granos de pimienta, una cucharada sopera.
Cocerlo todo a fuego lento durante 15 minutos (tiempo para olla exprés, ojo)
Dejarlo enfriar y comérselo, que para eso se hizo, y no para mirarlo.

Buen provecho.

Cartuchos - y IV

Cartuchos - y IV

Claro que no sólo los cazadores y sus hijas tienen en herencia sangre pícara, que también las liebres han aprendido a base de disgustos, y ésta de la que ahora hablo, seguro que tenía alguna cuenta pendiente con Santiago. Andaba la escopeta jubilada en algún rincón de la cámara, estaba el matrimonio tomando un vermut con mis padres en el chiringuito de Manolo, allá sobre la nada que envuelve las ruinas de Tiermes. Pegaba el sol y andaban charlando en las mesas de afuera, cuando una liebre salió de entre los matorrales para quedarse mirando a Santiago. Eran demasiados años de correrías por el campo como para quedarse igual, así que se levantó y abandonó a los presentes.
- ¿Dónde vas, Santiago?
- Y yo qué sé. ¿Tú has visto cómo me está mirando?
La liebre, tonta ella, dio media vuelta y se alejó unos pasos. Ya Santiago iba a volverse cuando la vio de nuevo parada moviendo los bigotes como diciendo ¡Estoy aquí! El instinto le volvió a marcar los pasos. Dio uno, dio dos, y la liebre brincó de nuevo. La persecución duró un buen rato. Desde la mesa mis padres y Victorina lo veían alejarse entre los matorrales mientras su cerveza se iba calentando al sol. La liebre jugaba con él dejando que se le acercara lo justo para que se quedase después con la miel en los labios. Al final lo dejó marchar, la liebre a mi tío, quiero decir. Parece que sacó un reloj del bolsillo y se dio cuenta de que era muy tarde, tenía una cita con Alicia y claro, no podía faltar.

Cartuchos - III

Cartuchos - III

A semejanza de las Normas de Caballería, los cazadores tenían su propio código de conducta. No se podía cazar en época de celo, ni en época de cría. Tampoco se podía utilizar la estrategia de la espera, es decir, aguardar el regreso de la presa junto a la guarida descubierta. Por último, para no jugar con ventaja, no se podía salir de caza cuando la nieve había hecho acto de presencia denunciando con su impronta el rastro de cualquier bicho viviente. Aún así, los buenos cazadores tienen un poco de caballero y otro poco de pícaros, y me explicaba mi padre que más de una y de dos veces, tuvo que correr a esconderse con Santiago ante la llegada poco oportuna de los agentes rurales.
La fascinación por la caza no sólo hechizaba los ojos de los niños, aunque Raquel, la hija de Santiago y Victorina, no era cualquier niña, era la Pipi Calzaslargas de la familia. Antes de que tuviera perros ni coche, Santiago salía de casa con lo puesto, escopeta al hombro y camina que caminarás hasta donde le llevaran sus largos pasos de montaraz. En una de éstas Raquel, que andaría por los 4 años, salió de casa siguiéndole a distancia. ¿Dónde córcholis iba su padre desentendiéndose de ella? Así anduvieron 3 kilómetros, porque la pioja no dijo ni mu, consciente debajo de su pelambrera de que si era descubierta aún le llovería un broncazo. Así llegaron hasta la mojonera de Liceras, cuando Santiago se giró pensando que el ruido entre las zarzas era una perdiz que había levantado, y descubrió que no, que la que se había levantando era su hija, hija que aquel día escuchó las blasfemias más gordas de su vida.

Cartuchos - II

Cartuchos - II

Entonces y todavía ahora tengo mis recelos con la caza. No acabo de verle la gracia a eso de disparar contra un bicho inocente, aunque reconozco que cuando compro en el mercado estoy pagando para que otro haga el trabajo sucio. En todo caso está claro que no tengo la sangre fría del matarife, una vez pesqué un sardo, y de sólo mirarlo enganchado al anzuelo estuve una semana entera comiendo verdura. Pero ese es otro tema. A mí, más que la caza me gustaba el campeonato de tiro.
Por un día veías a los adultos compitiendo entre ellos como si fueran niños: ¡Plato! La máquina soltaba un latigazo y el disco aparecía cortando el cielo. Un disparo tronaba y el disco, hecho añicos, se deshacía en el aire. Nadie salía mal parado, y cuando el concurso acababa el campo era nuestro. El tiro al plato, como la tanguilla o el campeonato de guiñote, se celebraba en fiestas, así que el campo ya estaba segado y podíamos correr entre los surcos de los tractores sin que nos cayeran un par de sopapos. Parecíamos auténticos espigadores cuyo tesoro no lo constituía los restos olvidados de la cosecha, sino los discos que se habían salvado de los disparos y del impacto contra el suelo.
En verdad se salvaban pocos, porque los discos, que parecían platos por lo cóncavos, eran frágiles y negros como la pizarra. Si encontrábamos alguno entero jugábamos a la rana lanzándolo a las aguas tranquilas de nuestro mar de cebada. Con los cartuchos hacíamos colección. Sus colores nos hipnotizaban con la seducción que sólo tienen las cosas prohibidas de los mayores, y los escondíamos entre las piedras de un muro venido abajo, junto a un paquete de cigarrillos y las páginas arrancadas de algún interviú de los 80.